viernes, 18 de diciembre de 2020

IMPARABLE


Le gustaba el béisbol, bateaba 238, pero no corría. Los noventa pies en 30 segundos. Cuando llegaba, ya el pitcher apuntaba a la caja de bateo y su sucesor se acomodaba la gorra, escupía y se frotaba las manos. Bateaba al outfield y, casi seguro, era out por regla. La pelita no se aleja mucho de las bases y tenía siempre ese trayecto de hipérbole de punto alto. 
Defensivamente, cumplía. Nada espectacular, pero pocos errores.
Así ocurría todos los veranos.
Entonces, puede entenderse que desapareciera del line-up. Tuvo tan poco chance que, por poco, lo pasan a utilero.
Acabó por alejarse poco a poco. No había salario y nadie a decir mayor cosa: si hay menos jugadores, más se juega. Y había un par de tipos con potente brazo y encendidos que eran el motor que el equipo buscaba para un chance en las finales: Orochena y Sánchez.
Durante la última semana, Pérez había molesto por un sapo enorme que saltaba. entre los jardines y el garaje. Bajaba un limón dulce, le clavaba las uñas y se quedaba viendo la mole de cristales, el condominio que cubría el horizonte en dirección al parque de pelota. Mordía la fruta y luego la lanzaba por allí: donde el sapo saltaba.
El lunes no pudo evitar la evocación del cuero que era la piel del sapo y que si hubiese sido paracortos, atrapar el sapo hubiese sido un buen ejercicio: una rola picada y espontánea. Eso le distrajo rato. Esa tarde llovió en puta y el sapo feliz se oyó entrada la noche. El clima estaba loco.
El garaje amaneció. con el piso gris pringado de lodo. El bate, en un rincón empezaba a adherir polvo.
El martes resultó calcado al día anterior, sólo que pudo ver en acción al sapo que tiraba la lengua y engullía una libélula en un instante. Luego, pocos saltos indiferentes.
El miércoles, el sapo no dio pistas. Ni se veía, ni se escuchaba. Ni siquiera alcanzó el limón dulce y calculó que el edificio de apartamentos -dos torres de ocho pisos- estaba a unos cien metros de distancia. Muros de unos metros, en piedra, le rodeaban. Contiguo. a su casa, en cambio, un cafetal algo tupido. Optó ese día por sacar el bate, cortar limones y lanzarlos al aire. Los impactaba con un swing largo y, casi siempre, paraban donde el vecino. 
Esa tarde todo seco. Vio hacia el rincón del jardín y visualizó el punto óptimo para instalar la caja de bateo.
Creyó sentir que venía temporada.
El jueves amaneció de lluvia tupido y, luego, sol. Humeante, el aire. Hostil, casi como el horno. No hubo sapo, no hubo pisos percudidos, ni hubo práctica.
La mañana del viernes mezcló el sol con intermitentes brisas. Algunas veces, generaban medianos remolinos de hojas. Como el receso vacacional continuaba, optó por la rutina de batear limones al predio.
Reunió 87 limones, dos de ellos muy maduros. Si los usaba para jugar, se mancharía. Los dejó aparte.
Bateaba con apuro, pues lanzar la fruta al aire condicionaba para mal su postura. Ya lo había notado, pero no supo corregirlo. Paso el vendedor de lotería. Compró medio entero del 57 y lo guardó en la billetera. Era su número de suerte y quién quita...
Oyó al sapo, lejos, cerca del portón de adentro. Quiso creer que no le molestaba. Siguió al turno. Llevaba 18 flies al lote Y un par de líneas a la calle.
Vio pasar el bus de las once, casi lleno. Había poca gente por la acera. Se dispuso a pegar otra pelota. Bate en la derecha, mal parado. Tiró al aire la pelota verde.
Hizo un swing feroz mientras sonaba el teléfono en la sala. Un golpe seco le supo positivo. Vio un objeto en línea larga, proyectil hacia el norte, un imparable. Se sintió Sammy Sosa, bien dopado. Quería contarle a todo el mundo.
En el suelo, el limón aún rebotaba. El bate, sin embargo, estaba sucio con alguna viscosidad como saliva. Pensó haber golpeado una paloma.
Unos segundos después, en el 28 del Condominio Las. Luces, a la izquierda, una mujer de 28 recibía una visita inesperada. Chocó contra la frente, de tal forma que fue al suelo. Al mirar con detención, se fue a los gritos y, en un par de minutos, había muerto.
Se fue a la pulpería para contar, pero el lugar estaba lleno. Se limitó a pagar lo que llevaba: unos gatos, unas papas y una cola.
A Isabel, la de 28, la encontró la empleada a las nueve del viernes. El ventanal y las cortinas, abiertas plenamente. Un sapo reventado, grande y marrón, muy cerca del espejo. Isabel, con tripas ajenas en la frente.
La policía criminalista llegó como a la hora. Descartaron la opción que fuese crimen. El técnico apuntó asqueado en su reporte “pavorosos rituales de belleza”...

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