LA REBELIÓN DEL PRÓCER CONTRA SU CREADOR
La mañana fue surgiendo
espléndida desde el este. El sol mostraba el agradecimiento de la naturaleza ante
la salud del cacique, prócer o lo qué putas fuese. El hombre roncaba como un
refri viejo y se oían los pozos de saliva chapotear en su garganta envejecida a
punta de whisky y puro cubano.
El despertador sonó
puntual a las cinco cincuenta con los primeros compases de Las Walkirias de
Wagner. Treinta minutos antes había el cielo empezado a aclarar y ahora todo
rutilaba. El señor abogado se enderezó de la cama, se calzó las pantuflas y se
dedicó a abrir las cortinas. Acto seguido rodeó el mueble donde había reposado
y le dio un beso en la frente a alguien que parecía una escoba de millo,
desordenada por el desmedido uso. La venerada en cuestión enseñó una boca sin
dientes y giró de espaldas, dejando a la luz un culo de gordura indudable.
Federico Polizonte Ario
se dirigió al baño a hacer sus abluciones. Luego de lavar su cara y la
dentadura, disolvió en un vasito unas sales de violeta para cuidar su garganta.
Hizo una secuencias de gárgaras —siete— suficientes para que el universo notase
que él, presidente de la res pública a veces y en otras tantas ocasiones, mano negra, era
tan sutilmente dotado como para convertir en arte las prácticas más vulgares.
Acto seguido, se bajo el
pijama y se sentó a cagar.
El inodoro se dispuso a
venerar las flatulencias de aquel culo blanquecino, al que tanto le debía el país.
Y es que todo el mundo sabe —hasta los objetos mismos— que la oligarquía hizo de
este país lo que es y a pesar de tanto campesino y trabajador que no sabe
organizar su vida y aunque se desgasta, permanece en la miseria hasta el fin de
sus días.
—Ah, la mierda— pareció
exclamar el inodoro cuando el tipo tiró de la cadena— sólo para eso sirve la
banalidad de estos cretinos intocables.
—Usted me ofende— dice
tirando la puerta y sin dar el buenos días don Federico— Voy a pedir que lo
manden a la silla eléctrica.
—Usted
sabe que este país no tiene ese castigo. Primero, porque nunca hay plata y, luego,
porque a sus abuelos les dio miedo que el castigo se aplicase sobre ellos
mismos. Buenas tardes, don. Dígame de qué se queja.
—Es el colmo. Fíjese: me
espía cuando cago… ¡Hábrase visto!
—Puedo explicarlo, don
Fede. Tome asiento, por fa.
—No, yo en sus muebles no
me siento. Estoy seguro que allí ha ejercido la lascivia. Yo no me mancho con
eso jamás.
—Usted me da el pie justo.
Parece que la oligarquía aspira a la santurronería. Yo sé que su esposa es producto de un lío de faldas y que la primera doña le puso los
cuernos, pero fíjese que en sus memorias —las que publicó el Ministerio de Impostura—
niega todo pasaje gris.
Entonces, entendí que
ustedes aspiran a la impunidad, a la desmemoria. Y es normal: olvidar nos salva
del dedo acusador, de las cuentas falsas, de dar explicaciones. Ya conocía yo
historias de ésas y la verdad, me vino al seso cómo Bryce Echenique contaba una
historia dulcete para terminar desnudando el horror y la mediocridad de la
oligarquía en Un mundo para Julius, ¿ve?
A raíz de ello y dado que
no me da el copete para mucho, decidí imitar esa decadencia. Sepa, sin embargo,
que no estoy imitando nada. Ustedes
tienen una visión de mundo saturada de espejismos, mitos y leyendas que utilizan
para dormir sin culpas. En las escuelas se enseñan la igualdad, la paz y otro
chorro de valores que son como berenjenas insípidas: inútiles si no se sazonan
con leyendas.
Eso nos ayuda a olvidar que
la esclavitud, el racismo, la encomienda hicieron de Malanga, la crisis
permanente que es. Porque hasta en sus épocas de bonanzas, la cantidad de
parias crece y ahora que ni políticas de empleo generan sus sucesores, esto se desbarranca
con más ganas.
Oiga, Federico, no se
duerma. No me engaña usted con los achaques de la tercera edad. Sus culpas
siguen siendo sus culpas como ocurre con los genocidas que hoy día, ya
cacrecos, pretenden la impunidad y se niegan a arrepentirse. Aunque coincidimos que este último gesto,
siempre será inútil patraña que suele simularse para confundir a los fanáticos
de la corrección política.
—Usted no sabe quién soy
yo, Vivas. Son cuatro generaciones paternas y tres maternas trabajando por el
desarrollo de este país. Y vea lo que hemos logrado.
—Perdóneme… En todo caso
se lo voy a resumir así. Decir que nadie
debe nada es falso. Es cierto que muchos han puesto el lomo mientras otros esperan
por la res servida en vajilla de plata junto a buen vino. Decir que lo bueno de
este país se debe a la oligarquía es peor porque ha sido la extrema expoliación
el quid de nuestra sociedad. Sin extrema miseria no hay grandes ricos, eso es
un principio evidenciable hasta en el Renacimiento.
Si no hubiese sido por
los movimientos sociales, no hubiese existido reparación alguna. Usted sabe que
sus amigos no estaban para ceder caprichos, pero que un sistema paralizado
puede acabar por destruir la riqueza y hasta amenazar el mito de indestructibilidad
de los sectores conservadores.
Entiendo que usted no
sabe nada porque durante los dos meses que duró la guerra que hubo después se
cruzó a Panela a hacer que trabajaba para ganarse la vida… Y después dice que
mi relato es una falta de respeto.
Entiéndase, lo que he
querido es dar la justa dimensión de las cosas. Es que la gente sencilla es
propensa a la explicación mágica y le viene muy bien eso de los héroes y caudillos.
Hace rato vengo oyendo en misa al cura decir que la oligarquía no caga.
Entonces, decidí ir a la fuente.
Invadí su privacidad e intenté entrevistar a doña Juana, su cocinera. Incluso,
su chofer, Miguel, se negó a confirmar nada aunque le ofrecí veinte rojillos.
El pulpero fue el que
abrió la boca a la primera. Dice que a usted todos le tienen miedo, que lo que
pasa en su casa no puede saberlo nadie, ni siquiera que recibe inversionistas
coreanos en una pequeña oficina que tiene a la par de su casa, con puerta
independiente.
Cosa muy rara, pues se
supone que usted está ya lejos de todo y solamente sale para algún homenaje
académico o así. Recuerde que una vez me
invitó: no tenía idea de la ficha que yo era.
Yo soy mestizo, ¿sabe? Mi
padre era de una familia rancia de otro país, pero en declive. Mi madre,
sencilla, campesina.
Lo que puedo decir es que
ambas percepciones del mundo las detesto. No me gusta la conciencia de la gente
sin rebeldía, gente de trapo que se deja gastar por un sistema de condiciones
dadas, pero prefieren alienarse en la religión o en cualquier práctica que les
evite el conflicto. Tampoco entiendo aquellos imbéciles que escriben su biografía
para contar su cosa personal parodiando como genialidad una vida de confort
absoluto y billetera gorda.
—Pues yo exijo que me
trate con respeto…
—Mire, señor Polizonte
Ario. Mi respeto es justamente desmitificarlo. Dése con un palo en el pecho de
que no me pongo a sacar cochinadas solamente porque documentarme me da una
pereza absoluta. No obstante es sabido que el caracol deja un hilillo de baba
por donde pasa. Bastaría hurgar un tanto en su familia, en las familias
primates de la suya, para explicar algunas anomalías que hoy han concentrado el
poder de forma aparentemente inapelable.
—Pues me saca de la
novela o lo demando.
—Le diré qué. Lo voy a
dejar en remojo. Lo suyo puede terminar en una novela o en un tomo que preparo
sobre el arte de depurar la mugre de las momias. Lo que pasa es que debo buscar
un puta taxidermista para aprender eso y, la verdad, el oficio náusea.
Pero si lo hace feliz, déme
tiempo y capaz se me tuerce la neurona y lo convierto en algo grande: el descubridor
de los patitos de hule o alguna vaina similar.
Eso sí, la escena cagando
se queda ahí.