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lunes, 2 de septiembre de 2024

LA REBELIÓN DEL PRÓCER CONTRA SU CREADOR

 

La mañana fue surgiendo espléndida desde el este. El sol mostraba el agradecimiento de la naturaleza ante la salud del cacique, prócer o lo qué putas fuese. El hombre roncaba como un refri viejo y se oían los pozos de saliva chapotear en su garganta envejecida a punta de whisky y puro cubano.

El despertador sonó puntual a las cinco cincuenta con los primeros compases de Las Walkirias de Wagner. Treinta minutos antes había el cielo empezado a aclarar y ahora todo rutilaba. El señor abogado se enderezó de la cama, se calzó las pantuflas y se dedicó a abrir las cortinas. Acto seguido rodeó el mueble donde había reposado y le dio un beso en la frente a alguien que parecía una escoba de millo, desordenada por el desmedido uso. La venerada en cuestión enseñó una boca sin dientes y giró de espaldas, dejando a la luz un culo de gordura indudable.

Federico Polizonte Ario se dirigió al baño a hacer sus abluciones. Luego de lavar su cara y la dentadura, disolvió en un vasito unas sales de violeta para cuidar su garganta. Hizo una secuencias de gárgaras —siete— suficientes para que el universo notase que él, presidente de la res pública a veces  y en otras tantas ocasiones, mano negra, era tan sutilmente dotado como para convertir en arte las prácticas más vulgares.

Acto seguido, se bajo el pijama y se sentó a cagar.

El inodoro se dispuso a venerar las flatulencias de aquel culo blanquecino, al que tanto le debía el país. Y es que todo el mundo sabe —hasta los objetos mismos— que la oligarquía hizo de este país lo que es y a pesar de tanto campesino y trabajador que no sabe organizar su vida y aunque se desgasta, permanece en la miseria hasta el fin de sus días.

—Ah, la mierda— pareció exclamar el inodoro cuando el tipo tiró de la cadena— sólo para eso sirve la banalidad de estos cretinos intocables.

 

—Usted me ofende— dice tirando la puerta y sin dar el buenos días don Federico— Voy a pedir que lo manden a la silla eléctrica.

Usted sabe que este país no tiene ese castigo. Primero, porque nunca hay plata y, luego, porque a sus abuelos les dio miedo que el castigo se aplicase sobre ellos mismos. Buenas tardes, don. Dígame de qué se queja.

—Es el colmo. Fíjese: me espía cuando cago… ¡Hábrase visto!

—Puedo explicarlo, don Fede. Tome asiento, por fa.

—No, yo en sus muebles no me siento. Estoy seguro que allí ha ejercido la lascivia. Yo no me mancho con eso jamás.

—Usted me da el pie justo. Parece que la oligarquía aspira a la santurronería.  Yo sé que su esposa  es producto de un  lío de faldas y que la primera doña le puso los cuernos, pero fíjese que en sus memorias —las que publicó el Ministerio de Impostura— niega todo pasaje gris.

Entonces, entendí que ustedes aspiran a la impunidad, a la desmemoria. Y es normal: olvidar nos salva del dedo acusador, de las cuentas falsas, de dar explicaciones. Ya conocía yo historias de ésas y la verdad, me vino al seso cómo Bryce Echenique contaba una historia dulcete para terminar desnudando el horror y la mediocridad de la oligarquía en Un mundo para Julius, ¿ve?

A raíz de ello y dado que no me da el copete para mucho, decidí imitar esa decadencia. Sepa, sin embargo, que no estoy imitando nada.  Ustedes tienen una visión de mundo saturada de espejismos, mitos y leyendas que utilizan para dormir sin culpas. En las escuelas se enseñan la igualdad, la paz y otro chorro de valores que son como berenjenas insípidas: inútiles si no se sazonan con leyendas.

Eso nos ayuda a olvidar que la esclavitud, el racismo, la encomienda hicieron de Malanga, la crisis permanente que es. Porque hasta en sus épocas de bonanzas, la cantidad de parias crece y ahora que ni políticas de empleo generan sus sucesores, esto se desbarranca con más ganas.

Oiga, Federico, no se duerma. No me engaña usted con los achaques de la tercera edad. Sus culpas siguen siendo sus culpas como ocurre con los genocidas que hoy día, ya cacrecos, pretenden la impunidad y se niegan a arrepentirse.  Aunque coincidimos que este último gesto, siempre será inútil patraña que suele simularse para confundir a los fanáticos de la corrección política.

—Usted no sabe quién soy yo, Vivas. Son cuatro generaciones paternas y tres maternas trabajando por el desarrollo de este país. Y vea lo que hemos logrado.

—Perdóneme… En todo caso se lo voy a resumir así.  Decir que nadie debe nada es falso. Es cierto que muchos han puesto el lomo mientras otros esperan por la res servida en vajilla de plata junto a buen vino. Decir que lo bueno de este país se debe a la oligarquía es peor porque ha sido la extrema expoliación el quid de nuestra sociedad. Sin extrema miseria no hay grandes ricos, eso es un principio evidenciable hasta en el Renacimiento.

Si no hubiese sido por los movimientos sociales, no hubiese existido reparación alguna. Usted sabe que sus amigos no estaban para ceder caprichos, pero que un sistema paralizado puede acabar por destruir la riqueza y hasta amenazar el mito de indestructibilidad de los sectores conservadores.

Entiendo que usted no sabe nada porque durante los dos meses que duró la guerra que hubo después se cruzó a Panela a hacer que trabajaba para ganarse la vida… Y después dice que mi relato es una falta de respeto.

Entiéndase, lo que he querido es dar la justa dimensión de las cosas. Es que la gente sencilla es propensa a la explicación mágica y le viene muy bien eso de los héroes y caudillos. Hace rato vengo oyendo en misa al cura decir que la oligarquía no caga.

Entonces, decidí ir a la fuente. Invadí su privacidad e intenté entrevistar a doña Juana, su cocinera. Incluso, su chofer, Miguel, se negó a confirmar nada aunque le ofrecí veinte rojillos.

El pulpero fue el que abrió la boca a la primera. Dice que a usted todos le tienen miedo, que lo que pasa en su casa no puede saberlo nadie, ni siquiera que recibe inversionistas coreanos en una pequeña oficina que tiene a la par de su casa, con puerta independiente.

Cosa muy rara, pues se supone que usted está ya lejos de todo y solamente sale para algún homenaje académico o así.  Recuerde que una vez me invitó: no tenía idea de la ficha que yo era.

Yo soy mestizo, ¿sabe? Mi padre era de una familia rancia de otro país, pero en declive. Mi madre, sencilla, campesina.

Lo que puedo decir es que ambas percepciones del mundo las detesto. No me gusta la conciencia de la gente sin rebeldía, gente de trapo que se deja gastar por un sistema de condiciones dadas, pero prefieren alienarse en la religión o en cualquier práctica que les evite el conflicto. Tampoco entiendo aquellos imbéciles que escriben su biografía para contar su cosa personal parodiando como genialidad una vida de confort absoluto y billetera gorda.

—Pues yo exijo que me trate con respeto…

—Mire, señor Polizonte Ario. Mi respeto es justamente desmitificarlo. Dése con un palo en el pecho de que no me pongo a sacar cochinadas solamente porque documentarme me da una pereza absoluta. No obstante es sabido que el caracol deja un hilillo de baba por donde pasa. Bastaría hurgar un tanto en su familia, en las familias primates de la suya, para explicar algunas anomalías que hoy han concentrado el poder de forma aparentemente inapelable.

—Pues me saca de la novela o lo demando.

—Le diré qué. Lo voy a dejar en remojo. Lo suyo puede terminar en una novela o en un tomo que preparo sobre el arte de depurar la mugre de las momias. Lo que pasa es que debo buscar un puta taxidermista para aprender eso y, la verdad, el oficio  náusea.

Pero si lo hace feliz, déme tiempo y capaz se me tuerce la neurona y lo convierto en algo grande: el descubridor de los patitos de hule o alguna vaina similar.

Eso sí, la escena cagando se queda ahí.