jueves, 19 de junio de 2025

El desdoblamiento de la editora —fragmento que se incorpora a futura edición de La trama del camaleón , novela

EL DESDOBLAMIENTO DE LA EDITORA PETRA ROMERO O LA POSESIÓN DE UN PERSONAJE SECUNDARIO

 

A ver, todos sabemos que los fantasmas no hablan, pero yo no me voy a quedar con las palabras en la mortaja.  Me parece increíble que esos mendigos de Comas Negras publiquen una novela cercenada, incompleta. Ud. la lee y puede que le guste, pero no cierra.  Y es porque falto yo, que estoy en el texto, pero como una sombra que cruza la narración y no tiene palabra.

Me dicen ustedes que son una editorial de izquierda, pero que se están acomodando porque se les murió el líder. A mí, ¿me importa eso? Yo no necesito teoría del porqué maduran las calabazas o que me digan que yo era un buen tipo al que la suerte puso en el lugar equivocado.

Claro que yo recorría las calles de Artificio todo el día:  desde bares hasta bufetes y el Congreso de los Diputados.  En todas partes, tuve clientes a los que vendía hasta fiado.  Unos cuantos me amarraron el perro alguna vez y entonces no volvimos ni a darnos el saludo, pero yo puedo decir que nunca hablé mal de ellos o di nombres a terceros.

Verá usted, es difícil tener gente alrededor y no enterarse de algo, casi siempre peligroso. De hecho, la gente que suele saltarse las reglas o moverse en lo clandestino, suele tener mejor status pues se agencia algunos dineros no declarables.

Uno aprende a ver y a callar por comodidad y porque tiene familia. Dejé viuda y tres hijos, bien lo saben.

He trabajado en otras cosas.  De joven ayudaba en el taller mecánico de mi hermano, en barrio El Recuerdo. No ganaba bien y me pasaban muchos accidentes:  alguna mano rota, la ropa andrajosa y el cuerpo adolorido de estar contra el suelo bajo los coches.

Entonces, cuando logré terminar el tercer año, trabajé de camillero. Me iba bien, pero no me gustaba ver tanta gente en condición límite. Perdí el sueño por semanas, llegué a tener crisis nerviosas en la hora del café y mi jefe se dio cuenta que andaba mal.

Estaba interino y no me renovaron el nombramiento.

Pasé meses haciendo camarones para ganarme el pan. No sabía nada de mantenimiento, pero aprendí echando a perder y ahorrando lo que pudiese porque casi nunca salían oportunidades.

Me enteré que el Estado daba concesiones de lotería a gente con problemas económicos:  no pagaba mucho, pero ese porcentual de ventas alcanzaba para sacar adelante a una familia de pocas aspiraciones. Además, en esa época, cómo se consideraba que los juegos de azar tenían la finalidad de financiar programas sociales no teníamos competencia.

Trabajar toda la semana, menos los miércoles porque los sorteos eran martes, viernes y domingo. Algunos compañeros optan por semáforos y por las orillas del supermercado, yo decidí que no pues saqué cuentas y concluí que a ellos —los que no caminan la ciudad— los controlan con facilidad y los asaltan con mayor frecuencia.

Vendí seis veces el mayor, pero nunca vi una retribución, una propina. Y yo no soy de pedir, aunque mis colegas me carboneaban para que cobrase mi diez por ciento. ¿Y si perdía ese cliente? Creo que los chavalos me atosigaban para joderme, nada más.

Y caminar es, de por sí, un lujo mayor.  De otra forma no te enteras de lo que ocurre, si no es a tus orillas. En cambio, el que transita pellizca el rumor acá y allá de mil formas y hasta logra entender porque une informaciones cosas de la realidad que la gente considera ordinarias.

Por ejemplo, ese hijueputa TLC que el escritor del libro dijo que trataría y no hizo. La trama, sin lo que voy a decir respecto al tema, es como un té de calcetín sin la bolsita de té. Parece omitir adrede todos los daños que nos dejó una apertura comercial obligada y sucia pues nos hizo ganadores futuros de una BMW, pero vendiendo hasta la bicicleta del presente. Hubo sectores sacrificados desde mucho antes pues los programas de ajustes estructural que decían preparar el país para la competitividad cercenaron el gasto social muchas veces y dejaron en la calle y sin oficio a miles de trabajadores que, primero, intentaron emprendimientos tipo bares, bazares, talleres y que cuando les vino la quiebra se convirtieron en transportistas piratas, vendedores de cachivaches informales o cadeneros.

Yo pienso que hay militancias mediocres que se usan nada más para vender.  Es lo mismo que cuando compras una crema dental que te dice dejar los dientes blancos, pero se olvida de combatir la caries.

Son intelectuales de pose. No se atreven a hablar de aquello que puede quemar. Prefieren andarse por las ramas y optan por la anécdota y la malicia, pero casi que diluyen la culpabilidad de los que han puesto el mundo patas arriba.

Eso ocurre cuando le cambias el nombre el actor de un acontecimiento para que no te demande, o cuando le pones un apelativo ridículo para darle naturaleza de farsa a la obra.  También es entendible que si el escritor es un muerto de hambre que no tiene ni para pagarse un ramo de flores en su funeral, sea lo convenientemente discreto como para que nadie lo tome en cuenta, ni siquiera el aludido.

Todo esto diluye la potencia de los textos y es la norma. Publicar un libro no implica libertad: la más de las veces es sencillamente un acto de fanfarronería que ejerce un tipo que ha optado por coserse la lengua porque es timorato.

Si le digo todo esto, es porque usted va a hacer una edición nueva de la puta novela y no me va a dejar tan imbécil como el puerquito de navidad, bicho que es el personaje central de las fiestas, pero solamente como platillo mayor.

Todo este proceso del libre comercio que uno apechuga porque le toca no implica beneficios directos, sino para una élite que siempre nos vende. No hay un partido que represente al pueblo y haga verdadera resistencia a una agenda que lleva el apoyo de Washington. Entonces, la vida se nos hace más difícil:  vea lo imposible que es conseguir una cita médica en la salud pública y mire el precio de la educación privada.

Ambos sectores se deterioraron en esas épocas y ahora agonizan.  La segunda reforma de salud derivó la atención del nivel primario de salud hasta el sistema hospitalario, pero quedó pendiente el traslado presupuestario:  lo que conservó el ministerio fue la rectoría, que es algo así como la potestad de lanzar la perorata mediática cuando convenga bajarle el piso a los empleados públicos, a quienes que se ha hecho visibilizar como enemigos de la sociedad y simples parásitos del Estado.

No me diga, doña Petra, que poner tan simples evidencias le pondría en problemas pues tiene compromisos.  Que las becas no van a llegar si se suelta de la lengua, no es cierto.  No se preocupe, en las instituciones públicas nadie lee estas carajadas y si usted le pone en créditos un agradecimiento al presidente por su amor a las artes, ya con eso está todo hecho.

Su oficina es muy oscura, ¿sabe usted?  También años antes del Tratado de Libre Comercio con Waspasia, ya la tenencia de la tierra era una burbuja. No tanto como ahora, pero es porque nadie ha querido resolverlo y solamente ahora tantos años después de mi muerte — y a que logro escaparme del infierno, gracias a un favor que le hice a su predecesor, Lucas— veo que no tiene remedio. Aquí no se hubiese hablado de gentrificación si no es porque los movimientos sociales de Barcelona empezaron a meter el dedo en la llaga sobre el problema que trae en la sociedad el poder de compra de personas con mayor nivel de vida: a la larga, provocan la expulsión de los habitantes originarios pues los barrios se vuelven exclusivos y la oferta comercial se condiciona a las nuevas billeteras, más poderosas.

Acá se mercadea lo contrario:  el turismo como herramienta de desarrollo es inofensiva y genera empleo.  Lo que se oculta es el listado de carencias que termina en precarización obrera y monopolios de tierras que alguna vez fueron de la comunidad.

Eso debiese haber estado en la novela, pero siga usted acudiendo a palabristas obtusos que no tienen puta idea de lo que pasa en la calle. Repito, hay que caminar la ciudad, preguntarse por ejemplo por el montón de indigentes, por los miles de trabajadores precarizados merced a la no obtención de un título de bachillerato a pesar de ganar la educación diversificada. Habría que preguntarse demasiadas cosas de esa época, e incluso en el presente, cuestionar la inexistencia de una política de vivienda planificada pues se desarrollan grandes proyectos inmobiliarios innacesibles (por su precio, pero también por los esquemas del financiamiento bancario) a la clase media trabajadora.

Si es que ésta existe, usted ya conoce —porque sé que lo vive— el asunto de ganar “bien”, pero no llegar a fin de mes si no pega el tarjetazo.  Lo de deber la casa, el carro, el médico y hasta la prima de la nevera es nada nuevo por nuestras tierras. Pero bueno, decirles clase media ayuda a postergar una conciencia de clase que podría ser bastante peligrosa.

Quiero decirle que en los días que su novela de cuarta se dedicaba a contar el incendio de Ranas Rojas y otras basuras de culebrón turco (narco, preferencias sexuales, infidelidades, etc). Malanga sí cambió y eso ha sido irreversible.

Nosotros, de vena timorata y sanguínea, siempre evitábamos los desaguisados. Alguna vez, el guaro, mal consejero nos hace envalentonarnos y después de un partido de fút se arma la de San Quintín y nos partimos la madre.  Hablo como malangueño, pero aclaro que yo no tomo, nunca he tomado.

La otra variación de este cuadro de costumbres va peor:  la rencilla no se arma en el bar, sino en la casa. La frustración de la miseria sumada a la derrota del equipo que te representa y la borrachera infinita que carga el fulano, lo envalentona y le parte la madre a su mujer o a sus hijos.

El malangueño de antes se guardaba allí, en un saquito, para orearlos ante la veladora con las oraciones nocturnas. Tal vez alguna vez perdida los exhibía para contarle a la pareja los fracasos, las rabias, el mal momento que no se perdona.

Lo que pasa es que esos días funcionaron como toda una educación sentimental. Los gremios empresariales y políticos con tal de lograr sus objetivos, sacaron las garras, nos metieron miedo. Nos amenazaban con perder el trabajo si votábamos por el No en el referéndum. Lo mismo si le hablábamos a los disidentes o compartíamos mesa con ellos. Al sindicalista se le armaba relatos de corrupción. Los curas tomaban posición sobre el tema, sepa dios si a partir de condicionamientos, pero de repente empezaron a considerar comunismo todo aquello que fuese interés de proteger la industria nacional o garantizar el bienestar obrero. Uno entraba en un parqueo con una pegatina del no en el parabrisas y el desgraciado a cargo se negaba a levantar la aguja por orden del jefe, algún real hijo de puta.

Desde el mismo Poder Ejecutivo circulaban directrices para manipular y atormentar la voluntad del ciudadano para que, cuando llegase la consulta popular en los días de octubre, ganase el miedo por ser, simplemente miedo instrumentado a través de la mentira institucional, el desprestigio, la causa falta, la promesa para crédulos que nos hacía militar una guerra comercial que no era tan nuestra, pero nos afectaría a todos.

Waspasia hasta mandó un enviado especial para dar un ultimátum para que la ley fuese aprobada. Un simulacro de democracia, un par de topos infiltrados en las aceras del No, primero hicieron resistencia, pero uno de ellos, el de menor prestigio, el gato en ascenso, terminó por quebrar la resistencia y se aprobó el nefasto documento.

El desprecio mutuo cotidiano fue siendo costumbre. Y pasada la votación, posiblemente sesgada, fraudulenta, se nos quedó como hábito.

Lo que nunca perdimos fue la ingenuidad. Los taxistas ni se inmutaron cuando escucharon hablar de la uberización. Creyeron que la nueva plataforma venía por los piratas y se consolaban diciendo hacia sus adentros que cada uno tenía su personal cartera de clientes fieles.

Se equivocaron: barrieron con el mercado informal primero, pero luego fueron por ellos.

Bajo el alero del tratado firmado, el Estado no negó tener potestades para combatir esa competencia desleal, la llamada economía colaborativa, pero tampoco la enfrentó.  Entiendo, le oí decir a varios diputados que el TLC dejaba amarrado de manos al país cuando una inversión supranacional decidiese operar acá. Baste decir que la flota de taxistas ha mermado:  queda en el presente  poco menos de la mitad.

El uberismo, por otra parte, se conforma de gente con o sin empleo, dispuesta a hacer otras por unos pesos para pagar la prenda del coche que han sacado para combatir sus emergencias económicas inmediatas. Nuestra sociedad de consumo es el caldo de cultivo propicio para el bolsillo con huecos.

Le cuento, a pesar de la aprobación del tratado, muchas empresas optaron por irse. Lo peor es que lo hacían sin anunciarlo: simplemente, de noche alzaban con las maquinarias y por exceso de prisa olvidaban pagar las liquidaciones del personal.

Más tarde, lo habrán recordado, pero la famosa pereza tropical habrá emergido de la nada para reomendarles nunca cumplir con gastos innecesarios.

Ya decía yo que una crisis de mercado laboral no se soluciona diciéndole al capital que haga lo que le venga en gana y le exoneramos hasta el yate del gerente. Fíjese que ahora ha entrado en las encuestas de ministerio de trabajo una nueva categoría:  sujetos que ya no buscan trabajo.  Es gente que se ha esforzado uno o dos años en conseguirlo, pero nada le aparece. Se supone que se salen del mercado por razones desconocidas. Vamos a pensar que es muy caro hacer los currículos, correr la ciudad, vestirse presentable y no obtener la menor esperanza.  Dejan de buscar colocación por carencia de recursos o porque les ronca la madre hacerlo, pero acaso, ¿dejan de comer?

¿Por qué no se les considera a efectos estocásticos desempleados o no se les asigna siquiera una subcategoría que diga “desempleados por abandono”?

 Fácil, porque hay que maquillar las cifras para que un modelo que ha fracasado desde el inicio no pierda vigencia.  Así es cómo se mercadea el futuro:  diciendo que, si el mes pasado subió la pobreza dos puntos, este mes ha bajado en una décima y vendrán tiempos mejores.

Total, la gente no retiene información.  No acostumbra entender ni argumentar y lo peor es que suele confiar en el emisor de los mensajes si éste usa corbata o tiene delante de sí un micrófono. Por eso es que vemos que Artificio se deteriora, pero no podemos sumar uno más uno para entender que las políticas en uso implican millones de derrotas para que tres o diez empresarios —una minoría nunca significativa— puedan barrer con todo y posiblemente guarden papelitos verdes allende las fronteras.

Pues eso, señora. Yo sé que usted es cardíaca y sé más cosas. No voy a chantajearla, vengo a exigirle. No quiero que la novela hable de mí, pero sí que diga que si fracasamos como país, si nos odiamos más, es porque se nos ha educado para ello y ya la máscara identitaria nos vale un pepino. A eso sume la experiencia de una identidad fantasiosa que se regocija en el deterioro social mientras vende la ilusión de un paraíso ecológico accesible a todos los dineros de afuera.

Mientras tanto, lo verdaderamente atractivo de nuestra tierra pasa por ciertas tonalidades morales permisivas que te permiten no ser auditado si tenés unos cuantos millones de dólares, pero sos amigo o financista del poder.

Me lleva la hostia, siento el ectoplasma débil.  ¿Tendrá por ahí un café con galletas de mantequilla, doña?

La mujer que conocemos como cabeza nueva de Comas Negras guarda el documento en Word, se quita las gafas, abre el escritorio y extrae un tubo a medio consumir de galletas de limón, cerrado con una amarrita metálica, pero que rebosa de las malditas hormiguitas de las que pican durísimo.

—La gran puta —dice Petra, casi gritando— ¿Acaso acá nunca fumigan?

Y pega tremendo puñetazo sobre la laptop cerrada.

 


2 comentarios:

  1. Tu texto se sostiene sobre tres pilares muy potentes —voz narrativa, denuncia social y metalenguaje editorial— que, entrelazados, logran un alegato convincente contra la autocensura y la complacencia literaria.

    El “fantasma” del personaje secundario funciona como outsider lúcido: su anacronismo le permite hablar sin filtros y exhibir las zonas grises de la ciudad y de la editorial.

    La oralidad popular aporta verosimilitud y ritmo; suena auténtica y, a la vez, profundamente literaria.

    El pasaje sobre las consecuencias del TLC y la precarización laboral aterriza la denuncia en ejemplos concretos (loteros, taxistas, uberización), lo que evita el panfleto abstracto y conecta con la experiencia cotidiana del lector.

    El texto expone la tensión entre ideología y mercado editorial: cuestiona la “militancia de escaparate” y advierte cómo la autocensura debilita la literatura comprometida.

    La irrupción del muerto exige reescribir la novela “cercenada”, lo que convierte al relato en comentario sobre su propio proceso de edición. Ese recurso metaliterario sostiene la crítica sin abandonar la ficción.

    Sugerencia constructiva (para reforzar el impacto)
    Podrías jugar aún más con la alternancia de registros: intercalar breves flashes líricos (imágenes de la ciudad nocturna, olores, sonidos) ayudaría a oxigenar los largos párrafos de denuncia y subrayar el contraste entre lo poético y lo descarnado.

    Logras una pieza corrosiva y honesta que expone la trastienda política del libro y de la ciudad. Mantén la valentía de esa voz: el lector percibe que detrás del exabrupto hay rigor documental y empatía con las víctimas del sistema. Tu narrativa confirma que la literatura, cuando no se calla, también puede ser acto de reparación.

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    1. Mil gracias por leer y por los consejos! Habrá que meter mano un poco...

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