NUNCA SE CUESTIONA LA RUTINA
La verdad, tengo muchos recuerdos de infancia que
podría enumerar, pero no viene al caso hacerlo. Lo que no consigo, sin embargo,
es visualizar alguno: ningún rostro, ninguna casa, ningún barrio se logra corporizar
en mi cabeza.
Acuden a mí en forma de fichas técnicas, por ejemplo: “mamá
me dio un abrazo el 5 de febrero”, aunque ni siquiera consigo visualizar cuál
era el rostro de mi madre. No logro evocar el rostro de mis amigos de infancia,
ni la bicicleta con la que bajaba las cuestas en el barrio. Lo mismo pasa con mis
años de estudiante, en la facultad, en el colegio. Recuerdo hasta las notas obtenidas
y, no obstante, no recuerdo haber estado en un auditoria realizando exámenes de
tres horas.
Hoy tengo la cita anual de salud, la cual nunca pido.
Solamente llego y en el consultorio ya saben que llegaré. Es como si alguien
administrase mi agenda. Si esto es una orden implantada, lo desconozco y no encuentro
motivos para resistir a presentarme: en todo caso, tengo claro que perderé el
día.
No más llegar me pasan a una sala con una tele gigante
conectada a una máquina de karaoke. El
volumen es bajo, pero las canciones no son comerciales precisamente. Obedecen a
una intencionalidad, quizás a una PNL para lavarme el cerebro, lo cual, reitero,
no me importa. En su fraseo aprendo determinados valores institucionales como la
violencia, la perversidad, el silencio, la seducción, la normalidad de matar si
hay un mandato para hacerlo.
Eso dura dos horas y tampoco es que me agote. Sin
embargo, llega la enfermera y me hace pasar a una habitación cuando van dando
las diez de la mañana y, entonces, es cuando percibo una pequeña presión en el
cuello y quedo dormida por el resto de la jornada.
¿Qué pasa después? No lo sé. Generalmente cuando
despierto, ya el lugar está casi a oscuras y me quedo esperando que vengan con
resultados. Nada ocurre, sin embargo. Si suena el teléfono y lo contesto, del
otro lado guardan silencio. Es como si verificasen que no me he escapado y que
no le he pegado fuego a las instalaciones.
El consultorio opera en un edificio de tres pisos que tiene
una sucursal bancaria en el primer piso; en el segundo, una clínica de ortodoncia
y en el tercero, este médico especialista. ¿En qué? En la pared, cuelga un
título que dice “doctorado en cibertrónica” y siempre, al final de todo, me
pregunto qué hago yo en un sitio del cual nunca he entendido la finalidad.
Es cuando abro la cartera porque no pienso esperar más
y decido acicalarme e irme. Saco uno de esos confites de iones de sal y me lo
trago sin mayor conflicto. }
He pensado hacerme ver por eso, pero como nunca veo al
doctor porque me duermo antes, ha sido imposible presentarle la consulta: sospecho
que soy anoréxica, porque aunque tengo recuerdos de haber cenado langostas,
caracoles o quesos, no recuerdo su sabor jamás.
Y tampoco siento la mayor inquietud por disfrutar de
un plato que se mire delicioso. En el momento que vuelvo la mirada, me deja de
dar curiosidad y me da lo mismo si tiene un diseño gourmet o un olor embriagante:
yo, con mi ión de sal periódico me siento a todo dar.
A eso de las cinco y media de la tarde, salgo del
consultorio. La sucursal financiera y el dentista ya han puesto candados y lo
evidente es que he sido víctima de negligencia de parte de este especialista.
Cierro duro la puerta y me aseguro de que los pestillos
encajen bien. Creo haber apagado las últimas luces y ando con mi bolso y con mi
dinero completo: lo curioso es que ni siquiera he pagado la consulta.
El año próximo estaré de nuevo en esta puerta a la hora
que se me indique.
A veces, debo confesarlo, me molesta saber lo que debo
hacer sin que nada previamente me indique mi agenda. En esos momentos, siento que
no soy una mujer libre, sino una pieza del sistema que conoce cuál es su juego
y obedece.
Una vez se lo conté a mi roomie y ella me respondió
indiferente:
—En lo mismo estamos todos. Yo no perdería el sueño por
eso. Las rutinas parten del orden y la intuición nos ayuda a desplazarnos por
el mundo. Si te hacés preguntas de todo, luego caés en el exceso de moralidad y
nadie te salvará si sos ineficiente— y siguió depilándose la pierna derecha,
totalmente paliducha.
Recuerdo esto mientras, en el auto ya, reviso que la
nueve milímetros estuviese bien cargada porque ya me toca, esta noche, cumplir
con un trabajo.
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