miércoles, 25 de septiembre de 2024

NARRATIVA

LA ESPORA DEL FASCISMO

 

Me llama por celular un repartidor y me pide que salga a la puerta: he pedido comida rápida para evitar ensuciar la cocina.  Así que dejo el ordenador, calzo mis pantuflas y abro la puerta. En ese instante, está una moto con dos hombres de casco negro que la recuestan contra un roble mientras ambos se bajan y directamente caminan hacia las oficinas de los activistas ambientales.

Yo oteo el horizonte hacia la izquierda pues de allí suele venir la moto de reparto y no la veo. Al mediodía suele haber excesivo tránsito y por eso la demora no me intranquiliza:  procuro tolerar las cosas inevitables porque yo sé que mi soberbia me traiciona y cualquier cosa me enfada y eso se mira feo. Siento una picazón como de hormigas chiquitillas que me joden la pantorrilla izquierda, pero nada, permanezco en el punto porque por más que rebusco no localizo ninguna fila o colonia de ellas.

El sol está fuerte, algunas señoras han sacado la sombrilla y me quedo mirando una Hummer blanca, imponente que han estacionado mal y ocupa medio carril de tránsito. También trato de que el oficial de la municipalidad me visualice para hacerle señas de modo tal que se vea impelido a multar esta práctica indebida. Yo sospecho que el funcionario me ha visto, pero quiere evitarse los problemas que trae consigo sancionar el vehículo de un sujeto poderoso; bien podría costarle el empleo.

Así que soy un idiota que le hace gestos al vacío y seguro que la gente lo nota. No me importa porque creo ver venir al reparto entrando ya a la esquina y justamente gesticular ayuda a comunicarnos con un desconocido. El mismo nunca hace a detenerse, inmerso como está en cruzar entre los dos carriles de vehículos que aguardan el cambio del semáforo. Yo me quedo reputeando, pensando que debo haberme equivocado cuando suena la ráfaga y treinta segundos después salen los tipos del casco negro, toman su moto y rapidito doblan a la derecha y se hacen mucho allí por el Bajo de los Ramírez que luego conecta con la zona industrial 4711, donde el embotellamiento es tópico cotidiano y huir es fácil porque detrás de los grandes bodegones suele laderas pronunciadas que van a ríos con densa vegetación, cuyos cruces suele desconocer la autoridad y ya, con eso, habrán logrado ponerse a salvo los sicarios.

Mi primer impulso es ir a ver qué pasa y casi abandono mi puesto de espera, pero me detiene el hambre que alerta la tripa con ciertos retortijones. Si no llega mi comida, terminaré por comerme hojas de la agenda o simplemente picaré tomates con mayonesa, lo cual no suena satisfactorio. En cambio, el vecindario ha sido más impúdico y varios han cortado la distancia hasta invadir el local de los ecologistas que permanece abierto.

Pasa corriendo Jerry, el boticario, cabrón que es vina. Apenas me saluda y me dice que me ha conseguido las pastillas que le pedí. Yo ya no le creo tanto porque desde meses ya le he pedido que me consiga las pastillas de levadura de cerveza de mi infancia, pero siempre me ofrece algo que, aunque tenga la misma nomenclatura, no da la talla en el sabor. Tengo nostalgia permanente de esas cosas: es que me dejaban comerlas a la libre, como confites, para ver si acaso salía de mi condición de niño largo y flacuchento que no variaba así tragase lo que fuese.

Ah, el otro fetiche son los bonetes. Igual, me ha pasado que no logro encontrar en el mercado ese sabor. O es que uno mitifica lo pasado, lo lejano y cree retener memorias y no se da cuenta que el que desentona es uno que ha olvidado todo, o casi todo.

Bueno, si le sirve, anote que uno era bajito y minúsculo. Quizá un menor, un niño: llevaba un suéter azul de Mickey Mouse y el otro, a la distancia, parecía fornido, tal vez de metro ochenta. Campera negra con una bandera de cuadros en la espalda, como la que usan en las carreras.

No les logré escuchar alguna palabra, no noté ninguna seña particular más allá de que ambos tenían el cabello negro azabache. Eso me dice que venían con instrucciones claras.

Oiga, su jefe salió recién ha salido en tele diciendo que es diferente gatillero que sicario. Casi que legaliza esto a rango de profesionalidad. El primero es ocasional y el segundo, experimentado. Se me ocurre que entonces deberían cobrarles impuestos o embargarles las cuentas.

La cosa es que tuve que devolverme porque había dejado el celular en sala y mi comida no aparecía. Yo estaba dejando correr el tiempo por aquello de que “treinta minutos sale gratis” y ya habían transcurrido más de veinte. 

—Mire, se supone que estoy frente a su casa, pero no sale nadie.

—Acá no hay nadie.

—Pues ha debido avisar.

—No, le digo que acá no anda repartidor alguno.

—La casa es verde, puerta de vidrio. He llamado tres veces al timbre y nadie sale.

—Le digo que mi casa es blanca y la calle carece de casas verdes.

—Pues,  ya le dije, nadie sale.

—¿Anda reloj?

—Sí, ¿qué quiere?

—Treinta minutos es gratis.

—Ah, maldito. Usted ha dado mal la dirección para que me demore.  En el caño va a encontrarla, infeliz.

Y colgó. Ni me dio tiempo de contrastar los datos que él llevaba contra mis señas. Y lo peor es que ahora pedir por app es un infierno: es casi imposible reclamar y posiblemente castiguen mi calificación por ser un cliente difícil.

Contagiado, supongo, por la adrenalina de lo recién vivido, tomé el teléfono y devolví la llamada. Me contestó luego de cinco tonos:

—Mire, me urge. Soy Martín Vallejo.  Si me trae el pedido ya, le doy cinco mil para usted en efectivo. (Es la mitad del precio de la pizza, pero le caen en mano. Otra cosa es que la compañía le cobre).

Se lo pensó un poco, le oí ciertos sonidos guturales semejantes a un rebuzno. Pensé que colgaría agresivamente y decidí que comería tomates partidos en gajos casi congelados.

—Que sean siete y la tiene allí. De otro modo no me funciona. Me van a cobrar su trampa.

Esta vez, le di las señas correctas y le hice saber que recién acababa de llegar la policía, merced al crimen de los seis jóvenes (cuatro hombres, dos mujeres) y un pastor alemán). Se limitó a confirmar:

—Estoy cerca. Escuché la ráfaga y la pólvora huele. Ya le llego.

Apresuradamente, tomé la automática de papá que es una Magnum 22 y revisé el cargador. Pensaba amedrentarlo para que saliera corriendo y así me saldría gratis. No se me cruzó por la cabeza que eso me daría problemas con la infección de policías que habían tomado la calle; casi cincuenta.

Me la guardé bajo el cinturón y tomé dos vasos de agua.  Esperé en la puerta mientras notaba que el picor de las hormigas invisibles seguía en ascenso. Ya me alcanzaba ambas ingles, lo cual es cosa desesperante, pero me niego a rascarme en público.

Vi llegar al jefe de ustedes, ése que diferencia sicarios y aficionados.  Creo que no llegó a entrar en la casa: venía descompuesto.  Suele pasar que hay gente a la que le da miedo la sangre, las escenas macabras. Entonces, busco un jardín del vecindario que tiene una mesita con sombrilla y se sentó.

Casi de inmediato, la prensa golosa, glotona, ávida de la nota roja que sube el rating lo asedió. Justo en ese momento, yo recibía mi pizza, pero le decía al corredor que se acercase al pasillo por el dinero.

El ingenuo me hizo caso. Por ende, tan pronto estuvo fuera del foco público, lo encañoné:

—Mirá, hijue…

No tuve tiempo de nada, el arma se disparó sola. Le atravesó el cráneo porque yo se la había puesto en la sien. Afortunadamente, cayó silencioso sobre el zacatillo del pórtico y allí, por el rosal, se desparramaron los sesos.

Eso quiere decir que me dio tiempo de saciar el hambre. Comí a la carrera media pizza de hongos y la bebida gaseosa. Tuve la idea de escabullirme, pero algo me había dejado los pies adormecidos. Quizás, los piquetes de hormigas que yo calculaba pasaban los veinticinco a esa hora.

Llamaron a la puerta y ya supe que no tenía escapatoria, Habían tres malditos tombos en la puerta y una decena de suceseros empujaban para abrirse paso. De inmediato, me tiré al piso y me dieron unas cuantas pataditas. Nada, es que siempre he sabido que los policías mantienen ese salvajismo infantil que al resto de los adultos nos es prohibido.

Cómo puede verse, no tengo defensa. Y, sin embargo, el alegato de su jefe diría que yo soy asesino ocasional. Tal vez no debiesen ficharme, sino anotarlo como una contravención. Un “no lo vuelva a hacer”, una palmadita y una nota a mi padre. 

Y ojalá este papeleo termine pronto porque el sábado tengo examen de redes Cisco y no he tocado los libros y vamos por martes. Es un piñazo, ¿sabe?

Ahora, no me diga que a usted no le da cólera la impuntualidad del reparto.  Semanas atrás me ha pasado un par de veces que iba hacia el cine y el maldito uber me ha cancelado luego de cinco minutos de espera. Que eso sirva de atenuante porque hoy día cualquier ofensa es pretexto para que la agresividad se multiplique sabe.

También quiero quejarme de la asimetría del sistema que deja impune al par de cabrones que se echó al pico a los ambientalistas y me pretende detener a mí, que soy tan sólo un activista individual por hacer aquello que me dé la gana.

El epítome de Nietzsche, el superhombre.

Algo así como un huevo de Milei, un trastornado.


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