lunes, 3 de julio de 2023



Un capítulo de la novela Malanga.

RELATO DE CLO

 

—Usted no contesta los teléfonos. De las últimas cuatro cuotas, no ha pagado una y la última vez que vino fue el 18 de setiembre.

—Estuve en el hospital y tuve una septicemia.  Hasta ahora me levanto.

—Esa es una contingencia que no podemos asumir, señora.  Nuestros abogados tienen el expediente para ejecutarlo, desde hace quince días. Puede usted llamar a este número y coordinar con ellos. Usted sabe que la ejecución exige el pago de la deuda y los costos del caso. Buenas tardes.

Doña Clotilde Serra arruga la cara con ganas de quebrarle una costilla al oficinista y sale del cubículo, dando un portazo.  Antes de su enfermedad ha pagado a puntualidad su hipoteca y la salud le ha venido a boicotear, de repente, con esos agujazos al apéndice que no fueron tan inocuos como esperaba.

Ofuscada pasa a la panadería por unos cangrejos para el café. El viejo Carlos la atiende enseguida y le pregunta qué le tiene predispuesta. “Esos hijueputas del banco”— dice, pero se resiste a desglosar su molestia.

Luego, sigue camino a la oficina, mientras siente que la presión arterial le crispa las sienes.

Sube hasta el tercer piso en el ascensor.  Capta el aroma a desinfectante de limón que siempre apesta. Hay colillas de cigarro —seis colillas— arrinconadas al fondo. Siempre ha visto con molestia el aseo del ascensor, pero no logra ubicar a quién culpar. Los conserjes rotan entre pisos y así van, y nada cambia.

Doña Clotilde trabaja en ventas desde siempre. Tiene más de treinta años en la Nacional del Papel y un buen desempeño. Sin embargo, durante su incapacidad, no recibió más que medio sueldo. Y de comisiones, nada. Ni una tarjeta le llegó de la oficina. Para cuando ella regresa a labores, la semana anterior, con el dolor de cabeza de las deudas y el desorden que implica que alguien meta mano en sus tareas, los clientes de su cartera han pasado a otras manos. Dos de los mayoritarios se fueron a buscar nuevos proveedores.

La cartera de cobros está con alta morosidad. Se lo ha contado Susana, la secretaria, por teléfono; las gestiones le quitan la mañana. Luego, la rutina después de la actualización sobre los nuevos productos y la conversación necesaria para tener con bien a los encargados de compra. Suele enviarles regalías, pero esta vez, recién llegando, no hay muestras ni dispensas que ofrecer.

Y en la tarde, programar giras a provincia: tres días por el sur.

Los compañeros de la fuerza de ventas tampoco se interesan demasiado. El tiempo perdido hasta los chanchos lo lloran —decía Silverio, el de contabilidad— cuando alguno se quejaba de tener un mal mes.

En la gaveta derecha del escritorio, hay cien envolturas de confites, pero apenas dos no están vacíos. Son de menta. Los deposita en el bolso. Alguien le ha dejado el escritorio lleno de apuntes y datos en papeles, aunque sin decir a qué corresponden: boletas inútiles. Y las carpetas de su cartera las tiene Toño Saavedra, que ha logrado buenas ventas en su ausencia.

Recoge y tira al basurero lo que corresponde.  Va a la máquina de café del pasillo, con la intención de un café negro y sin azúcar. —Quemarse la garganta ayuda un tanto a la energía— piensa mientras da el primer sorbo y desvía la miraba hacia el entorno. En el basurero, junto a la máquina de espresso, mira cuatro o cinco máscaras de látex. 

Le parece curioso. Recuerda que dos o tres meses antes, con el traspaso de poderes, arrendaron el octavo piso, para instalar allí una dirección regional del Ministerio de Salud de Malanga.

Llueve pelo de gato. Son apenas las ocho y veinticinco y ya está la calle empapada y el tránsito, escandaloso. Al mirar por las celosías, puede detectar a un par de tipos que aplican un candado chino al vendedor de lotería, le arrebatan el bolso y corren. Un policía los ve pasar, pero ocupado con su celular, se desentiende de inmediato del episodio.

La mañana avanza sin sobresaltos.  Logra acordar pagos y arreglos con la mayoría de sus clientes. Le ha faltado uno, pero ha muerto de un infarto en el interín de su ausencia. Se promete programar una visita de pésame y sondeo de cobro antes del fin de semana.

Logra tomar varios pedidos. El nuevo producto llamado papel fraudulento es un imán.  Le dicen en la proveeduría del Gobierno central que preparan una compra de doscientas toneladas en formato carta de 80 grs. También hay mucho interés entre abogados, contadores y pastores para este producto. El precio no es problema, ante la satisfacción obtenida por los usuarios.

Toño sabe que Clo debe la hipoteca.  También hace números y calcula que, a ella, no le alcanza su ingreso para sostenerse a flote. Así que, a la hora del almuerzo y antes de que ella se levante del cubículo, aterriza a su vera con una silla y dos cafés.

 

Del apartamento de Clo al banco, hay ocho cuadras y tres del mismo a la compañía donde labora como ejecutiva de cuenta. El primero queda hacia el este y la segunda, al norte, bajando la cuesta.  Es esquinera la edificación y ella ha comprado, hace siete años, doscientos metros cuadrados en el cuarto piso. Tiene buena relación con la gente de mantenimiento y ha cumplido con las cuotas comunes, aun durante su mal trance. No hay en el edificio menores, ni animales, mas sí un reglamento de convivencia bastante drástico para dar paz a todos los condóminos.

Es lo que mira Luis Segura a esa misma hora. Se presenta como un comprador ante el guarda y éste le permite ver el apartamento modelo. Todos son iguales en cuanto a distribución espacial y queda a criterio de cada inquilino modificar su interior, le dice el hombre de seguridad convertido, en un dos por tres, en agente inmobiliario. En el diálogo sale a flote la regularidad de los servicios públicos, la disponibilidad de cable e internet y la seguridad del barrio.

—Las Momias es uno de los barrios más tranquilos, ¿sabe? —comenta este señor con corbata, que ya no procede como guachimán de casetilla y ahora es un corredor aplomado—. No escapamos al crimen porque el país anda mal, pero pasa con menos frecuencia.

Y es cierto, la barriada ha sido, en su momento, ostentosa y hoy es ligeramente decadente. Han quedado muestras de la antigua opulencia y algunas casas se conservan y otras se derrumban a poquitos, como un reloj de arena.

Lo fregado es que, de noche, llega gente a comerciar su cuerpo con desconocidos, que llegan en coches polarizados. Eso nunca se le dice a un comprador, lo sabemos todos.

El cliente toma apuntes de las referencias que considera interesantes. Historia del barrio, valor de la tierra, bancos y comercios en la zona, etc.  Aclara de paso que es corredor de oficio, aunque emana cierto aire de sobreviviente. Dicho esto, se marcha y camina hasta una parada de buses. Tal vez desentona un poco por ir de traje gris oscuro, corbata azul y camisa blanca, ropa que ha adquirido en tiendas de outlet.

Segura tiene 42 años recién cumplidos, hace seis años. Se quedó estacionado allí y sigue con la vida irregular de quien no tiene compromiso, pero es divorciado, tiene dos o tres hijos —eso no lo sabemos claro— porque no tiene memoria de sus affaires y es, básicamente, un gavilán que hace comisiones para altos ejecutivos. De noche, es hombre de bares, a los que sale de cacería por amores de corto plazo. De día, husmea, averigua, investiga, chantajea, amenaza o sencillamente recolecta datos para aquellos sujetos. Se puede decir que no tiene patrono o que tiene varios. En todo caso, armoniza su naturaleza lumpen con frecuentar cafeterías de moda, las de franquicia, que te venden el peor café con un sobreprecio de locura. Allí logra transar con gente que también flota en el sistema. De tal forma que no debe cotizar a la seguridad social; se enferma poco o nada y si llega  a suceder, pasa tragando paracetamol y diclofenaco y afines.

Ya en el bus hace una llamada no sabemos a quién.  Pasa los mismos datos que recolectó cruzados con algunas observaciones personales sobre el estado general del inmueble. Mientras lo hace, saca un cigarrillo y fuma aprovechando haberse sentado al fondo, el último asiento junto a la grada.

 

Ciudad Artificio, la capital tiene muchos bancos y procura estar a la moda. Grandes capitales evaden, sin que nadie los persiga, las cargas tributarias. La clase gobernante tiene muchos cuestionamientos, por lo que no se espera que un gobierno gane dos elecciones de forma consecutiva. Merced a ello han creado un sistema de partido que ha crecido ficticiamente de forma exponencial. Del bipartidismo de los años sesenta, se llegó en los ochenta, a ocho partidos. Al presente, ya son más de setenta y casi todos profesan la misma ideología. Así acudimos a la falsa pluralidad de una aldea, donde los caciques mueven los dedos para que las marionetas de turno ejerzan lo que llaman democracia, pero es el mecanismo con el que los poderosos mantienen el sistema a merced de sus intereses.

La huelga nacional estalla justo en los días esperados por Clotilde Serra para presentar la oferta de papel fraudulento. Es por todo y por nada: no hay aumentos salariales hace rato, hay inflación, las escuelas carecen de pupitres —algunas no tienen ni siquiera techos en buen estado— los medicamentos están por las nubes y acaban de reestructurar —mejor dicho, suspender— el derecho de huelga. La pluralidad de los nuevos legisladores no es mella para que se pongan de acuerdo, ante las órdenes del empresariado.

En consecuencia, Clo siente una zozobra en alza sobre su bienestar futuro, pues si se cae o demora la contratación, su plan de liquidez se jode.  Ya a estas alturas ha pactado con un prestamista por seis millones, lo que le ha permitido ponerse al día con el banco y pagar los honorarios y otros reveses y quedar como amigos con esos malditos ladrones.

Ahora, aparte del estrés que provoca el sistema, la vida de ella es bastante regular.

Lo que habla con Saavedra meses atrás, con dos cafés y en su cubículo, el narrador no lo sabe y no es vieja de patio para especular nada.  Sin embargo, los compañeros rumoran que Toño es prestamista; coloca plata de sus viejos a un interés mediano y, supuestamente, todo el edificio le tiene una prenda, una hipoteca, un pagaré. Nada que no sea producto de las imaginaciones enfermas de la gente que trabaja entre cuatro paredes y ve poco el sol. También se dice que al hombre le gustan maduritas y que estaba coqueteándole a la convaleciente.

Basura a la que no puede sustraerse el tipo que escribe esta historia, en aras de la objetividad. Además, se sabe que una enemiga de la señora Serra habría pagado unos cuatrocientos mil colones a un narrador de cuarta para que dejara mal parado el prestigio incólume de la buena Cloti.

Ni tan buena, pues los vecinos del condominio afirman que ella se roba las plantas de las zonas comunes, pero no aportan prueba. Y que se sepa, no hay expediente judicial abierto.

Sin embargo, lo cierto es que la tarde de la molestia en el banco, una de las llamadas que atiende en su oficina no la está esperando. Al ser casi las cuatro —la oficina se detiene a las cinco— un sujeto que se identifica de forma inútil, —pues su nombre tampoco aporta certezas— le manifiesta interés en el inmueble.  Le ofrece pagar en efectivo el 20 % de contado y asumir la hipoteca. Así ella se llevaría unos pesos y el embargo no la dejaría tan en la calle.

No puede más que decirle al hombre que lo va a meditar, aunque el sujeto presiona y, de hecho, le llamará dos veces más antes de terminar la semana. La incomodidad que le queda del incidente es pensar cómo se riega la bola de que su hipoteca está en mora.

Luis Segura ni conoce a la propietaria del apartamento y esta vez tampoco se siente muy satisfecho, pues cuando lo que hace son camarones de corte legal, le pagan poco.  Lo que pasa es que necesita tener contentos a los que lo frecuentan. Cuando llega a su casa, duerme el resto de la tarde y despierta, para sintonizar las noticias de las siete,

Lo único que omite el narrador sobre este truhán es que, en la escalera, a la altura del tercer piso, un clavo oxidado le ha roto la palma de la mano. La herida no es tan grande pero el sangrado es profuso y el guarda —otrora corredor inmobiliario— le facilita una camisa vieja para que contenga el sangrado y luego se marche sin comentar mayor cosa. La gente que la pasa duro se acostumbra a imprevistos así.

Dicho esto, debemos recordar que el narrador es de baja calidad, de cuarta. Hace esto no por vocación, sino por hambre. Qué le importa contar la vida de nadie o de los habitantes del barrio Las Momias en Ciudad Artificio o los problemas de la vida costera de los habitantes de Malanga. De hecho, esto que pretende ser una novela no lo es. Es un collage, un pastiche de diversos autores que se cansaron de ser bailados por el editor que los contrata. En consecuencia, renunciaron. Nosotros nos hemos permitido rejuntar todas las escrituras y hemos decidido no cribarlas. Les hemos buscado pies y cabeza y argumento y, si carecen de sentido, no es tema que nos toque. No creemos que alguien tenga los derechos de autor, pues los indigentes —perdón, he dicho mal— los autores trabajan directamente en nuestras computadoras.

Hasta que les pateamos el culo y los de seguridad les dan duro en el callejón.

Volvamos. Algo pasa en el banco para que un civil se entere que otro está en problemas hipotecarios y lo contacte para comprarle la deuda, con descuento. Alguien no respeta los derechos del cliente y puede ser el oficinista que lo atendió o bien, un oficial de crédito. E incluso puede que, más arriba, los hilos se conecten con los únicos que merecen llamarse banqueros por estilo de vida y todo: los directivos.

Esto se lo ha encargado la editorial al señor Peter Guardia, investigador privado. Es como Tom Selleck, pero lo contrario. Más bien como Columbo, Peter Falk. O tal vez está en silla de ruedas como un detective de los setenta, ¿quién era…? Canon, creo.

 

Pausa, entretanto traemos un nuevo escribiente. El anterior nos salió indeciso, bruto. Sin saber adónde se dirige un personaje, no se le nombra. Nos ha tocado separar la página del detective y decir que esa tarde llueve como nunca en Artificio y, en todas las bibliotecas del país, las goteras son como el chorro del grifo.

Además, el tipo ha pretendido meterme como uno de los escribientes y que confiese mi natural afición al matonismo. No le hemos pagado y no le pensamos pagar.

—En su momento, cortaremos el párrafo alusivo: no hay violencia, ni detective, ¿ok?— Lucas mira su Relox, al que le falta el minutero y calcula la hora.

Lucho Segura se entera en las noticias de la caída de treinta personas en una supuesta red de lavado. Varios allanamientos simultáneos han permitido desmantelar la red y el decomiso de coches de lujos, mansiones y efectivo. Cree escuchar un par de apellidos de gente que conoce, pero de inmediato asume que los nombres de políticos nunca resultan extraños.

Ya a esa hora tiene una marca verdosa en la palma de la mano, la que se cura con gasa y alcohol. Eso lo complementa con un par de desinflamatorios. Editor, dígame: ¿cuál día es cuando cae la lluvia?

A la mañana, va al consultorio estatal y le ponen la antitetánica. Allí conoce a una enfermera divorciada, Amanda. Más tarde dirá que fue amor a primera vista y todo eso. Sin embargo, cuando vuelve al sitio a preguntar por ella se entera de que era interina y posiblemente trabaje ahora en provincias.

 

Salto temporal de garrocha:  no muy extenso. Clotilde ya ha pagado las cuotas y ahora tiene una deuda extraordinaria de seis millones por fuera.  Ha pasado la huelga.  Duró seis semanas y media. Todos los días, el Ejecutivo llamó a los sindicatos a negociar y al día siguiente no les cumplió. Difamó a los gremios ante la prensa: inventó peticiones abusivas, que los trabajadores nunca presentaron.  Todo para hacerles quedar como privilegiados y corruptos. 

No obstante, el Gobierno central sacó un decreto de emergencia para una compra del papel novedoso, el fraudulento. Una calidad de hoja blanca que soporta lo impreso durante treinta y seis horas. Luego, el proceso químico deja, de nuevo, inmaculada la hoja y el texto nunca más se recupera.

La Casa Presidencial está urgida. La señora Serra saca provecho de la urgencia para meter un sobreprecio, que le permitía dar su dádiva al director de la Oficina de Contratación Administrativa y, de paso, sacar una mejor tajada.

Toñito Saavedra ve pasar doscientos mil pesos, por guardar silencio ante los otros vendedores, sobre las prácticas duras de la vieja.

—Pará… ¿Has visto que hasta Clotilde es una persona respetada?  Seguí así.

—“Toñito Saavedra vio pasar doscientos mil pesos, por guardar silencio, ante los otros vendedores sobre las prácticas duras de nuestra Clotilde, de ojos verdes.” ¿Ok?”

Así emparejó nuestra amiga sus finanzas que naufragaban.

 

Ojos verdes, finanzas que naufragaban. ¿No pueden escribir ni una página que evite la cursilería? Bueno, no vamos a corregir o este rejuntado, o la novela no sale ni en cinco años. Se trata de que sea una obra boluda que nos saque –a la editorial, a quién más— de volver a trabajar.

Verdes también están los rostros de los vecinos del campus universitario del este. Cuando hay lluvias así, se forma en las calles una nata de agua de más de un metro de altura. Los comercios se inundan y los objetos llegan flotando a las ventanas. Las ratas emergen enormes y se trepan en los muros a esperar que descienda la marea. La ministra de Ecología, Ana Carrillo, afirma sin embargo carecer de presupuesto para proceder a destapar o remodelar el viejo alcantarillado.

De hecho, si antes era asidua de la zona universitaria, ahora no le ven el humo. Se comunica por la prensa por escrito o su secretaria manda un corto vídeo y punto.

Ese día pasa flotando frente, a la parada del colectivo, el cadáver del profesor Guevara Pino. Le falta mucha carne ya para ser reconocible, pero los forenses dictaminan su identidad en pocos días, merced al ADN y a la denuncia de desaparición, que ponen sus hermanos.  Dos estudiantes, entonces novios, Ana y Jimmy, el mismo que, meses atrás, estuvo en el bar donde murió que un tipo infartó sobre la barra y que ha perdido el curso nuevamente, están allí y miran pasar el cuerpo carcomido. Mañana a primera hora visitarán el mismo consultorio psicológico, pues esa noche no logran conciliar el sueño y sienten como si la muerte les persiguiese.

Falta aclarar que Lucho pierde la mano izquierda, dos meses después de su incidente. La infección no cede y optan por amputarle en la muñeca. Igual que pasa tantas veces, el paciente nunca registrado en la seguridad social reporta una dirección y datos falsos, así que no va a las citas de control, pero el muñón le sana según lo esperable.

Clotilde no se entera que el sujeto ha pasado por su edificio a recolectar información y, sin embargo, encuentra una cadena de plata con un crucifijo a la orilla de su apartamento. Lo recoge del suelo, no dice nada y lo deja enfriar más o menos ocho meses antes de proceder a usarlo.

No vaya a ser que pertenezca a algún vecino.

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