jueves, 20 de julio de 2023

Capítulo de cuarta novela del ciclo Malanga.

UNA VOCACIÓN QUE NO ACABA DE CUAJAR

Licenciada en Cerámica por la Universidad Mayor de Malanga, Ana fue una discípula mediocre que pasaba con la nota mínima los cursos que le aburrían y solamente se esmeraba en aquellos que tenían trabajo grupal: mientras los demás hacían el trabajo, ella preparaba café y sanguchitos de pepino que repartía una y otra vez, alternando a veces con jugos de fruta de temporada y galletas de supermercado.
Así que podemos decir que, si la señora hubo de merecer reconocimiento durante su paso por las aulas, éste debería ser Summa cum fraude. Pedazo de vaga que hasta contrató a una profesional endeudada para que le hiciese el 99 % de su trabajo de graduación, el mismo que ella se limitó a firmar “Annette 2031” (la letra muy inclinada hacia la derecha, la línea inestable como si estuviese la palabra desplomándose).
Consciente de sus limitaciones, acordó con su fantasma que la tesis sería la ausencia de expresiones abstractas en la cerámica popular. Es evidente que todo lo epistémico y teórico lo desarrolló su contratada. La mujer se afanó en probar que la artesanía local —perdón, la cerámica— se limitaba al uso de patrones geométricos muy premeditados, secuenciales. Esto le valió una aprobación unánime del jurado que estaba apurado por la organización de un congreso y no consideró sano perder el tiempo en babosadas.
Ya con título en mano, Ana se dedicó a escrutar el mercado de trabajo y lo encontró poco menos que cerrado. Si tuviese un título adicional en docencia, hubiese podido laborar en secundaria, pero de por sí eso le daba escalofríos. Tratar con mozotes en edades difíciles, no jodan. Ella estudió para un puesto de poder y, por eso, fue a recalar como directora de una de las entidades apéndices del Ministerio de Cultura.
Cosa de no quemar relaciones, nosotros no podemos detenernos a narrar esa etapa. Que la gente se queje por el desorden, la burocracia, el extravío de dineros y la mala calendarización de los eventos es un lugar tan común que he decidido suprimir y solamente en el imaginario corrupto de un lector, cabría suponer que estoy aludiendo por omisión. Además, esa figura no existe, ¿no?
En todo caso, pocos años estuvo allí. Descontenta consigo misma, intentó en el garaje de su casa, hacer algo de lo aprendido. Una mierda y, además, un horno corriente no sirve para el barro. No tenía capital para comprar uno para sí y optó por lo más fácil: buscarse un proveedor.
Los otros ceramistas le hacían mala cara cuando ofrecía comprarles producto cocido sin pintar, el cual ella pretendía personalizar. Le tenían un color de mediocre que verla venir era hacer malas caras y apagar las luces; pero ella nunca se daba cuenta. De nada.
Al final, optó por comprar en el Mercado Central jarritas blancas. Consiguió precio por docena. Decorarlas sí podría, sin duda. Bajo los ejemplos del expresionismo abstracto, salpicaba de colores; trazaba grandes rayones negros diagonales; esparcía el esmalte con los dedos y quedaba listo el horror.
Pronto tuvo más de cien tazas y no supo qué hacer. En los bazares, estaban dispuestos a recibirlas a regañadientes, pero mal pagadas. Alguien le dijo que todo puede venderse, que tuviese calma. Eso le dio cierto temple para seguir insistiendo.
Siguió tocando puertas. En el Bazar de Tita, un espacio chico como un huevo, no cabía un chunche más: peluches suspendidos del techo, piñatas superpuestas, lapiceros en un cajón, cuadernos de resortes y portafolios, confitería barata, cartulinas de colores y de presentación y un corredor minúsculo.
Entró allí. La dueña estaba sacando fotocopias, cuatro señoras aguardaban pegadas al mostrador: las dos más jóvenes recargadas sobre éste, a pesar de no ser pesadas. ¡Que rara la gente que tan pronto ve una pared o un soporte se le desparrama encima!.
Esperó cosa de veinticinco minutos. Andaba dos tazas en la mano y, ya un poco harta, las colocó sobre el mostrador de vidrio. El calor generado por tanta gente le daban ganas de gritar.
Ahora, no vayan a decir que es patético. En lugares donde todo el mundo habla a la vez, el grito es una herramienta. Lo que quería Ana era ser atendida y ser rechazada para resolver de una vez.
Cuando le tocó ser atendida, tomó la jarrita menos fea y se alcanzó a la propietaria del chinamo.
—Yo produzco estas obras de arte. Le pensaba consignar un par para que algún cliente suyo quiera regalar algo fino.
Doña Tita la miró de arriba a abajo. Tomó aire, miró aquella extravagancia y comentó:
—¿Es en serio?
Ana volvió la mirada hacia atrás para ver si la mujer dialogaba con un tercero, pero nadie había detrás de ella.
—Claro, son nuevas tendencias en la cerámica. Son ejemplares únicos.
—Perdone, mi nieto pinta más bonito que esto.
Enojada, la artista reculó su brazo izquierdo para alejar de aquella mujer estúpida su obra. La otra taza, la salpicada en tonos verdes, fue a dar contra el mosaico y perdió su asa.
—Lo siento, señora. Mi clientela no compra piezas caras. No creo que pueda entender de exotismos. Lamento la mala suerte de su jarrita. Por cierto, innovador sería que un jarro de café no tuviese agarradera.
—Le regalo éste— responde despechada la ceramista, mientras se sacude las manos porque el polvo del piso es abundante. (Es que doña Tita trabaja sola y es cansado hacer todos los oficios).
La mujer nada lerda toma para sí la tacita quebrada y la coloca al costado de la caja registradora.
Ana se aleja de allí mientras toma como una epifanía el comentario “innovador sería que un jarro de café no tuviese agarradera”.
Y sonríe para sí, contentísima.
El narrador, para no ofender, no vaya a ser le transen de misógino o bombeta, se niega a hacer cualquier tipo de declaraciones sobre lo acontecido.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Su observación es bienvenida. Gracias por leer.