Capítulo de cuarta novela del ciclo Malanga
EL ESPÍRITU PRAGMÁTICO DEL SICARIATO LEGALIZADO
Estaba de visita acá el licenciado Retepiso. Es que las capacitaciones para líderes comunales siempre llevan unas palabras de los jerarcas del partido y el presidente está con una gripe de mierda desde hace tres semanas. En el entorno familiar —según su secretaria— esconden (que el fulano está muy mal, ya casi a punto de partir porque tiene un enfisema avanzado).
Nosotros nos limitamos a la logística: repartimos correos electrónicos para convocar a los interesados, nos aseguramos la disponibilidad y limpieza de las aulas, contratamos el catering. Siempre le hablamos a la misma pareja que llega con toda ceremonia, pero sin asistentes. El hombre descarga los vasos y platos de la cajuela del coche mientras la mujer extiende las mesas y los manteles y luego tira de los extremos para equilibrarlos de tal modo que, bajo la mesa, pueda guardarse la utilería que sobre.
Esto generalmente pasa con apuro pues afuera hay zona amarilla y policías municipales se dedican a dar rondas para multar a cualquier impertinente que se ponga a tiro. Así que ese par de servidores tan formales entran tan a la carrera que si dicen hola, nunca los hemos escuchado.
Todo esto pasa a la vez que los salones son desbordados por cuarenta o cincuenta pegabanderas, perdón, líderes comunales. Trabajan a puerta cerrada para recibir directrices e informes generales. A veces se escucha una voz airada y luego el portazo respectivo de alguno que ha sido expulsado por rebelarse ante lo establecido. El tipo pasa con rostro furioso como atropellando fantasmas, hostil como si estuviese huyendo de una estampida.
A nosotros no nos queda claro el incidente, pero hemos aprendido a no rascar sobre temas delicados. Uno sabe que disentir es estimular la propia caída. Porque esto no es exactamente un partido —aunque así se llame—; es una propiedad privada.
Por eso nos ha parecido peligroso que sujetos como Lunes Misericorde anden por acá repartiendo propaganda. Acá hay demasiado odio contenido. Empiezo a sospechar que eso o la ambición es lo que los aglutina con tanta fuerza.
Porque, si me preguntan, aquí no hay conciliación; hay guerra. Lo que pasa es que al enemigo común se ataca primero. Lo que pase después se resuelve tras bastidores.
Pero el maldito Lunes se sirve un cafecito sin permiso de nadie y se clava en el sofá. Y empieza a hablar paja: del deportivo Yoyo, de la gran asoleada que se ha pegado, de lo feo que estuvo el terremoto.
—Creí que me iba al infierno. Por eso me puse a rezar toda la noche— relata el enano.
—No seás payaso. Fue una movidilla cualquiera, como las de todos los años.
—Yo estaba fuera del país— interviene Retepiso mientras llena una taza de agua caliente para un té de manzanilla. ¿Qué pasó? Escuché que murieron tres personas.
—Así es, licenciado. Hubiese sido perfecto para usted estar en medio de la crisis. Una aspirante nueva, la candidata a vice del PP se robó el espectáculo. Todas las cámaras le siguieron el paso por los barrios del sur, en Tres Vidas— aclara Misericorde.
—Ufa, eso no lo sabía. No he estado viendo tele por andar en carreras. Mis asesores nada me dicen cuando pasa algo malo. Pendejos que son— sentado ahora a la par del minúsculo Lunes, Retepiso se muestra relajado.
En todo caso, creo que estas elecciones las tenemos perdidas. Nuestro candidato es muy cuestionado por tanto chorizo que ha hecho. Tras de eso, nunca dio la cara. No puso una pata en el país durante una década por si lo agarraba la cana.
—Deberían hacer una limpia— dice Lunes, que es tan imprudente que se le ocurre que puede hacer mercadeo para sus jefes así nomás.
—No nos gustan los brujos— dice el vice—. Luego averiguan trapos sucios de uno para tenerlo bajo el zapato. Eso nunca debe pasar.
—No me refería a eso. Se trata de limpiar la cancha legalmente. Recuerde que el sicariato requiere plata, pero usted tiene bastante.
—Bueno, sí. Lo que pasa es que la lista es grande: partido, familia, barrio…No termino.
—Tome mi tarjeta y hablemos. La compañía se encarga de todos los papeles. Lo jodido es que matar a alguien que paga impuestos implica pagarle una indemnización al Estado. Es cosa de conseguir patrocinadores— el pequeño sicario entrega la tarjeta se incorpora, saluda y se larga.
Marcia y yo, acongojados, miramos en silencio todo el episodio. No podíamos terciar, no podíamos darnos por enterados de lo conversado allí, ni explicar por qué de vez en cuando, un ejecutor pasaba tranquilamente a las oficinas de La Pandilla a tomarse un cafecito con nosotros.
Yo sentía una papa pegada en el pescuezo y no lograba articular palabra. Marcia hacía que se concentraba en digitar un Excel que era en realidad un fragmento del padrón electoral, recién bajado de redes.
Sentí la sombra de don Leonardo que me miraba desde arriba. Yo intenté volverle a ver, pero los nervios me jugaban sucio. Un ojo me empezó a temblar y eso me dio el pretexto:
—Puta sal, se me ha atravesado una pestaña. Voy al lavatorio.
Retepiso no me dio importancia y me dejó pasarle a la par, casi a empellones. Luego pausadamente, le inquiríó a Marcia:
—Y el profesional, éste que se acaba de ir…¿es bueno?
Yo alcancé a escuchar la frase e imaginé que ella se meaba allí mismo por el compromiso implícito de responder eso:
—Le hizo un trabajo a una gente del barrio. Quedaron muy satisfechos. Borró en un ratito a seis personas de una misma casa que todo el tiempo ponían el radio a todo volumen. Les encantaba perrear y hablar a gritos, imagínese— la respuesta de Marcia no acusa temor alguno.
Restaurar la tranquilidad del barrio. Eso es labor social, me dije.
Entiendo muy bien el interés político del tema.
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