LA NECIA PREMISA DE EXTENDER
EL ODIO
Las
cosas no pasan de la noche a la mañana. Lo que ocurrió fue lo mismo que la gota
constante que lastima la piedra: la erosiona, la deforma y lo hace sin
miramientos. Nosotros sentíamos cierta incomodidad al oír hablar de nuestros
pecados en todas partes. Ibas al cafetín y ahí estaban desde obreros hasta
profesionales hablando de la deshonestidad y de la violencia de nuestros pares
cómo si hablasen de fútbol.
En la consulta médica, también. Si dejabas a la secretaria hilvanar dos
frases, se decantaba por comentar la corrupción del gobierno de turno y también
la de sus pares, el resto del personal de la clínica. No nos molestaba que
fuese verdad o no. Lo que nos ponía era ver cómo erosionaban nuestra identidad
aquellos que rompieron el tabú de hablar ante los otros lo que ocurre entre
bambalinas.
Es que faltar a la regla del silencio equivale a reventar un dique: no vas a saber las consecuencias hasta el fin
de la tragedia.
En consecuencia, nos tornamos maliciosos. Acosadores del murmullo, de la
vida íntima de los otros —de todos los otros— de las ideas inconvenientes, y
también de la abulia. Porque cosas cómo, por ejemplo, no ser un patriota
solamente puede significar que eres enemigo.
Ahora, lo que hablábamos entre corrillos no debe repetirse tan
holgadamente. Posiblemente nos dejaría expuestos como seres míseros, compuestos de
complejos y odio, lo más parecido a esas figuras góticas tan de moda ahora que
las ha rescatado el cómic.
No. Nosotros
seguimos siendo protocolarios. Somos afirmativos ante la tradición aunque a
algunas disidencias les parezca primitiva. Es el caso de las corridas de toros,
por ejemplo. ¿No cree usted lector que está lleno de inocencia el heroísmo el
arte de destazar en vivo un semoviviente que está asustado, confundido y sin
escapatoria? ¿no cree usted que allí se evoca un tanto a los
sacrificios y ofrendas que suelen efectuar las religiones? Pues, para nosotros,
eso es memoria y aquel que lo cuestione es comunista y ateo.
Piense, por favor, en la gravedad del asunto. Nadie acostumbra a
detenerse ante el espejo y enumerar sus taras: “soy un ladrón, un asesino, un
tal por cuál”. Sencillamente, eso no
pasa. Entonces, ¡por qué aguantar esa voz intrusa que viene a decirnos nuestras
vergüenzas con la esperanza de arrancarnos el sueño?
¿No le parece mala fe?
Además, recuerde que siempre se habla del pecado ajeno y, la verdad, eso
resulta tolerable casi siempre. El fuego brota cuando la amenaza pasa del rumor
a los hechos. Cuando, por ejemplo, un rico pierde un negocio porque se
evidencia que pagó sobornos a funcionarios. Lo mismo si un periodista —un ser
que vive del prestigio y de la imagen— sabe que ha caído in fraganti haciendo lo
mismo que denuncia de otros. Cosas como ésas suelen ser la línea roja que va de
las palabras a los hechos.
Y aunque un incendio forestal puede tener varios focos de origen,
nosotros no vamos a decir lo que pasaba en la interioridad moral de aquella
Malanga en transición, tan herida de sí misma y de la muerte del mito de su
cacareada fraternidad.
Iremos, nada más, al incidente de Porky porque resulta sintomático de
los males que se desataron en Malanga, de los cuales culparemos siempre a las
malas lenguas y a la mala leche de los otros, porque sepa usted que siempre el
otro es el malo.
Esto es una premisa universal infalible, a pesar de lo falaz.
Porque otros factores como la desigualdad, la brecha digital, el
sabotaje en la salud pública son temas que no han de abordarse jamás, so pena
de ser considerado antipatriota, filibustero, gato negro.
Que de los huevos tiene agarrada la oligarquía a la mentalidad popular
la oligarquía, no lo dude. Así que, si pone un pie en Malanga, no sea bruto:
siga el juego del mundo rosa: diga que ha pisado el paraíso.
No tome, lector, esto como una confesión porque no lo es. Nada hay puro
en este mundo y, mucho menos, la destilación del odio. Esta voz que hace el
paréntesis no representa, aclaro, a nadie.
Es nada más la filtración del cinismo que nos fue permeando la
conciencia para hacer soportable ante el espejo aquella monstruosidad en la que
hemos ido derivando.
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