Capítulo de cuarta novela del ciclo Malanga
LA VOZ DE LOS PERSONAJES ES COSA SERIA
—¿Estamos
todos ya? ¿Podemos empezar?
—Mire
que es idiota decir tal cosa. Sólo usted tiene idea de con cuántos personas y
voces trabaja. Es un desorden todo lo que hace…— es la voz de Clemente,
bastante serio.
—Bueno,
mando yo. Silencio, siéntense. ¿Alguien
sabe que estamos haciendo?
—Una
“novela”, así le llama usted, pero es un total despiche—tercia Annette— ¿Cómo
se le ocurre que yo quiero ser candidata si me va bien en lo que hago y, sin
embargo, no aparece en el relato? Aprovecho para decirles compañeros que vendo
jarras para café pintadas a mano bajo la escuela del expresionismo abstracto. El estilo me fue condicionado por este
escribiente, pues dice — o repite como loro— que la CIA inventó a Jackson Polllock.
Y,
sin embargo, no hemos usado para nada mi arte. Ni una puta exposición en una
feria de mercadillo.
Tanto
joder para nada.
Ah,
si alguno quiere una jarra, vale cien dólares. Aclaro que no tienen asa.
—Y,
¿por qué?— pregunta Miguel, el mecánico.
—Para
subrayar lo creativo. Es casi una jarra
inútil, un objeto hedonista— responde la artesana.
—Arte
es otra vara. De verdad, que acá estamos
jodidos todos. Nos falta, como siempre, dirección. Este escritor nos tiró al agua
para hacer una novela donde el sicariato era un oficio legalizado en una
sociedad moderna, pero lo que yo veo es una trama de corazones rotos en un barrio
venido a menos— dice Favio mientras sostiene la mano levantada, como hacen los
niños de primaria.
—Es
que las historias suceden sobre la marcha— explico yo—. Cuando contraté a
Annette me sedujo su natural patetismo, su caos espiritual. Jamás creí que tuviese ese espíritu arribista
a flor de piel y que se dedicara a sacarle plata a la comunidad. ¡Qué hija de puta resultaste!— digo mientras
le miro cara a cara.
—Sabe
qué pasa? Le estoy salvando el
pellejo. No vine a que me vieran la cara de tonta…Tampoco a aburrir al lector
con historias de gente pisoteada por el capitalismo. Eso ha sido invento suyo,
que es un zurdo de mierda, pero se disfraza.
Yo lo que quería de antemano era fama, pero nunca me puso en contacto
con los grandes galeristas de Artificio, aunque me lo ofreció repetidas veces… Recuerde.
—Lo otro que quiero decirles es que
tienen que moderarse. No es posible que el borrador cruce de mano en mano y lo
vayan alterando. Les recuerdo que el escritor soy yo y que, si no he ganado el
premio nacional, es por pura envidia del resto del país. Debiesen golpearse el
pecho con un yunque por el orgullo de estar bajo mi mando.
—¿Mando…? No seas mío—responde Ramón
Cifuentes, el actor que encarna al Alambres—. Te recuerdo que los de la Banda
del Turco abandonaron la novela en los primeros capítulos porque sos un
absoluto imbécil. A gente de la calle,
sobrevivientes que no saben ni escribir, los mandás a hacer trabajo
burocrático. A ellos, también les prometiste un protagónico.
Por eso fue que apareció el
militarote éste, que decís que trabajó en la Agencia. Sos un jetón: ni él, ni el
Fernando Pudín, que hace de Lunes Misericorde tienen pasado militar. Recordá que la misma estatura es un
condicionante y ese mae que dirige Sicarios ni siquiera habla inglés… Del “yes,
yes” no pasa y su condición física es un asco.
Claro, vos si pudieses, inventarías
que estaba en la Loma de Hierba el día que le volaron el cerebro a JFK. Así
como dijiste que Olga es premio nacional de periodismo, pero vos sabés que
nunca se graduó: la echaron de la U por
plagio con el GPT.
Ese narrador que altera a otro
narrador que cuenta a otro es muy trillado.
Es un juego de espejos, donde al final está tu sombra y todos los saben.
Debieses pensar en escribir política porque te quedás en las formas a
propósito.
Mirá, sólo quiero decirte que son
otros trucos los que te salvan la novela.
Porque es una crueldad tuya decir que doña Cayetana falleció en el terremoto
por un infarto al miocardio cuando, en realidad, cancelaste al personaje porque
no te gustó para nada su dicción. Ah, y dejáte de mierdas y acosos: dice Jenny que le echaste los perros. Hoy no
vino porque está de guardia en el hospital pero ahorita te pone demanda.
—Ah, falta gente acá…— aclaro—. Es
hasta ese momento que veo que no está Mendiola, ni Luisillo, ni Marina, ni
Yamileth, ni Rosaura, ni los burócratas del partido, ni el pastor,etc.
—Puta, los ponés a ganarse la vida y
luego reclamás porque no vienen. Sos un doble cara, ¡qué vergüenza!— Annette
que, viendo que estoy perdiendo el dominio de la reunión, se empodera para
acorralarme.
—Reconozco que lo de Mendiola es
culpa mía. Lo dejé trabado en un tragaluz del viejo banco quebrado. Nada estaba
haciendo allí, pero tampoco vi para qué sacarlo del lugar. Sospecho que habrá
muerto de hambre. Es un tópico que no quiero seguir.
—Demasiado moralismo, compañero—
interviene Ronald. No es su papel proteger a nadie. Allá usted lo que haga,
pero si a un sujeto le toca mal destino, ¿a usted que le importa? Lo suyo es
escribir y no meter mano.
—Meter mano es lo que hacés vos con
la enfermera, cabrón. Te suprimí de unas escenas porque la novela se me iba al
porno ya mismo.
—¿Ven, compañeros? Estamos en manos
de un censor, no de un escritor. Este
chavalo tiene la mollera vacía y bajo un esquema amoral nos engaveta a todos en
sus proyecciones. Tenemos que unirnos y resistir su dictadura.
Sólo falta que diga que los muertos
no son muertos, sino representaciones de muertos porque acá todo es simulacro.
—Lo es— grito yo, que no despierto
del asombro. ¿Acaso ustedes creen que
uno va y hace un libro matando a medio mundo y la cárcel no lo espera a la
vuelta de la vida? ¿Por qué creen que las balas son reutilizables?
Repito: reutilizables. Simple, porque
son de goma. A veces, usamos kétchup y soluciones de goma arábiga con tinta
para representar la sangre y eso.
—Ah, otra cosa, míster. Usted nos
hace mala sangre. Me ha puesto a decir que no me gusta Isa, que es bien fea. No
es cierto y, además, yo no emito juicios ofensivos contra nadie. Aparte, sus
cuentos de que tengo dineros ilegales y que trato con gente sombría, me hace
daño. A mi casa, llegaron judiciales el mes pasado y me detuvieron cuarenta y
ocho horas a ver qué sabía yo de los papeles de Panamá. Y no, yo no sé ni
mierda— habla el chino, tan calladito que estaba.
—Yo creo que hay que partirle la
madre— afirma el Retepiso, que estaba sentado cerca de mí con tremendo bate de
aluminio en la mano y mientras se incorpora amenazante, hace una seña con los
pulgares en alto para que todos se vengan contra mí.
Veo venir el batazo y trato de
esquivarlo. Siento el impacto justo cuando caigo al piso en el borde del ojo,
como si una bola de hierro quebrase mi mejilla.
He caído de mi colchón y tengo
ensangrentado el pijama. La cabeza me duele una barbaridad y veo borroso. La
pesa rusa que tengo siempre a la par de mi cama se tambalea aún por el impacto
con mi rostro.
Pero las voces siguen protestando,
creo. Lo digo porque me desmayo y en la cocina donde nos reunimos los
personajes y yo, ahora arde Troya. Todos contra todos porque sí.
Como en el Viejo Oeste. O en cualquier
pogo de los días del punk.