Capítulo de tercera novela del ciclo Malanga.
(Su nombre es Ficciones Quebradizas y ha de ver la luz hasta el año próximo).
GREGORIO HA DEBIDO PENSARLO ANTES
—Sr. Vivas, necesito hablarle.
Es el colmo. La visitadera de personajes no para.
—¿Usted es…?— pregunto, pero su nariz de marañón lo identifica bien.
—Ya lo sabe. Soy Gregorio— el hombre viste una tshirt azul con un logo de cerveza Gallinero. Me conoce bastante bien.
—¿Quién les dijo que estoy aquí?
—Pues un fantasma al que usted llama Zárate. Él mismo no está seguro de su nombre: parece que su autor nunca le puso. Además, vimos el techo de doña Sara levantado y por aquí no ha pasado tornado alguno. ¡Qué vergüenza! El famosito Vivas es un vulgar precarista.
—¿Nunca tuvo un sueño, Gregorio? Yo quería escribir. Y bien— creo que aplico un tonito de soberbia—para eso necesito marcar distancia.
—¿Le parece poco todo el dinero que hice? El problema es que todo tiene causa y consecuencia. Como diría más o menos el gordo: “uno no escapa de su pasado”. No lo dijo, pero está muy claro en su narrativa.
—¿Usted también lo lee? — le digo con cierto desprecio.
—No sea idiota. Yo leo lo que usted lea y si a usted le da la gana. Soy un personaje, un títere, un esclavo. De hecho, vengo a pedirle que me redima.
—No puedo. Si lo salvo a usted, se cae la novela. Sabe que es un hombre malvado, ¿no?
—Puedo hacerlo muy rico. Yo lo soy.
—No entiende. Es una puta ficción.
—Igual lo es el dinero y lo es el mercado. El precio que se le asigna a las cosas suele partir de la subjetividad, de los prestigios que el mercado fabrica. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, ¿Ha oído la frase?
—Es de Marx: la busqué en Wikipedia.
—Pues eso, todas las ficciones se derrumban. Ud., sin embargo, está a tiempo de hacer de mi historia, una historia de bien: la de un filántropo. Olvide todo lo escrito y conviértame en un neurocirujano que acaba con el hambre en el mundo.
—Y ¿para qué tiene que ser neurocirujano? ¿No podría ser bombero, cruz rojista?
—Las novelas bestseller, las que interesan a todo escritor para hacer plata, retratan el mundillo de los poderosos, no lo olvide. La gente no compra la trama nada más. Compra la aspiración de ser como los poderosos. Si su ordenador, de repente, me convierte en un limpio, tirarán el libro en la basura, antes de llegar a la página quince.
—¿Por qué precisamente esa página?
—Porque es icónica. Recuerde el periodicucho de la oligarquía que tenía en esa página toda la batería ideológica de los opinadores reaccionarios. Esos hombres, que usted detesta, han adoctrinado a casi toda Malanga.
—Es decir, que tengo la batalla perdida. Ellos son intocables.
—Pues sí. ¿Para qué se mete donde no cabe?
—¿Usted recuerda a Galván, el cantor de tangos de Soriano?
—Y a Rocha, cómo no—Pasta está tan cómodo, sentado sobre un nido de gallinas, que enciende un cigarrillo.
—Son idealistas. Por eso es que se los lleva puta y lo arriesgan todo. Son proscritos en medio del terror al que quieren vencer. Los adalides de causas perdidas me caen bien.
—Entiendo. A usted nada lo hará cambiar.
—Se equivoca. Me traiciono continuamente. Escribo una novela y me pongo como un trapo. Lo que uno no traiciona son los ideales. Ninguna otra cosa es sagrada.
—No le quito más tiempo. Esperaba alguien inteligente y me topo con un ladrillo. Recuerde que, a mi manera, tengo la ventaja de estar dentro de la novela y puedo joderlo todo.
—Déjeme ver, señor Pasta, si tiene salida. Según sé, usted desde carajillo ha sido un bravucón, un tipo sin miramientos. No veo qué le preocupa ahora. Ha debido pensar sus pasos antes de darlos. ¿No tendrá sentido de culpa?
—¿Culpa, yo? Váyase al diablo, Vivas. Yo no tengo nada de qué arrepentirme. Lo que pasa es que quiero conquistar una muchacha un poquito más joven y no quiero asustarla con mi expediente de trampas.
Creo saber de lo que habla. Me resisto a decirle que ella anda con un hombre casado, bastante bien posicionado económicamente. Sólo se me ocurre sentenciarlo:
—Saliste pendejo, Gregorio. Estás enamorado.
Enseguida pienso que tengo que decirle a Zárate que detenga la jodedera de delatarme, que yo necesito distancia para que los personajes no intenten chantajearme.
Tendré que mudarme de cielorraso, Me gustaría una casita en un árbol de guácimo, de ésos cuya copa es tan frondosa que uno se pierde como una lagartija en el lejano paisaje.
Lo fregado es hallar el sitio.