Un capítulo de la novela Malanga.
RELATO DE CLO
—Usted
no contesta los teléfonos. De las últimas cuatro cuotas, no ha pagado una y la
última vez que vino fue el 18 de setiembre.
—Estuve
en el hospital y tuve una septicemia.
Hasta ahora me levanto.
—Esa
es una contingencia que no podemos asumir, señora. Nuestros abogados tienen el expediente para
ejecutarlo, desde hace quince días. Puede usted llamar a este número y coordinar con
ellos. Usted sabe que la ejecución exige el pago de la deuda y los costos del
caso. Buenas tardes.
Doña
Clotilde Serra arruga la cara con ganas de quebrarle una costilla al oficinista
y sale del cubículo, dando un portazo.
Antes de su enfermedad ha pagado a puntualidad su hipoteca y la salud le
ha venido a boicotear, de repente, con esos agujazos al apéndice que no fueron
tan inocuos como esperaba.
Ofuscada pasa a la panadería por unos cangrejos para el
café. El viejo Carlos la atiende enseguida y le pregunta qué le tiene
predispuesta. “Esos hijueputas del banco”— dice, pero se resiste a desglosar su
molestia.
Luego, sigue camino a la oficina, mientras siente que la
presión arterial le crispa las sienes.
Sube hasta el tercer piso en el ascensor. Capta el aroma a desinfectante de limón que
siempre apesta. Hay colillas de cigarro —seis colillas— arrinconadas al fondo.
Siempre ha visto con molestia el aseo del ascensor, pero no logra ubicar a
quién culpar. Los conserjes rotan entre pisos y así van, y nada cambia.
Doña Clotilde trabaja en ventas desde siempre. Tiene más
de treinta años en la Nacional del Papel y un buen desempeño. Sin embargo,
durante su incapacidad, no recibió más que medio sueldo. Y de comisiones, nada.
Ni una tarjeta le llegó de la oficina. Para cuando ella regresa a labores, la
semana anterior, con el dolor de cabeza de las deudas y el desorden que implica
que alguien meta mano en sus tareas, los clientes de su cartera han pasado a
otras manos. Dos de los mayoritarios se fueron a buscar nuevos proveedores.
La cartera de cobros está con alta morosidad. Se lo ha contado
Susana, la secretaria, por teléfono; las gestiones le quitan la mañana. Luego,
la rutina después de la actualización sobre los nuevos productos y la
conversación necesaria para tener con bien a los encargados de compra. Suele
enviarles regalías, pero esta vez, recién llegando, no hay muestras ni
dispensas que ofrecer.
Y en la tarde, programar giras a provincia: tres días por
el sur.
Los compañeros de la fuerza de ventas tampoco se
interesan demasiado. El tiempo perdido hasta los chanchos lo lloran —decía Silverio,
el de contabilidad— cuando alguno se quejaba de tener un mal mes.
En la gaveta derecha del escritorio, hay cien envolturas
de confites, pero apenas dos no están vacíos. Son de menta. Los deposita en el
bolso. Alguien le ha dejado el escritorio lleno de apuntes y datos en papeles, aunque
sin decir a qué corresponden: boletas inútiles. Y las carpetas de su cartera
las tiene Toño Saavedra, que ha logrado buenas ventas en su ausencia.
Recoge y tira al basurero lo que corresponde. Va a la máquina de café del pasillo, con la
intención de un café negro y sin azúcar. —Quemarse la garganta ayuda un tanto a
la energía— piensa mientras da el primer sorbo y desvía la miraba hacia el
entorno. En el basurero, junto a la máquina de espresso, mira cuatro o
cinco máscaras de látex.
Le parece curioso. Recuerda que dos o tres meses antes,
con el traspaso de poderes, arrendaron el octavo piso, para instalar allí una
dirección regional del Ministerio de Salud de Malanga.
Llueve pelo de gato. Son apenas las ocho y veinticinco y
ya está la calle empapada y el tránsito, escandaloso. Al mirar por las celosías,
puede detectar a un par de tipos que aplican un candado chino al vendedor de
lotería, le arrebatan el bolso y corren. Un policía los ve pasar, pero ocupado
con su celular, se desentiende de inmediato del episodio.
La mañana avanza sin sobresaltos. Logra acordar pagos y arreglos con la mayoría
de sus clientes. Le ha faltado uno, pero ha muerto de un infarto en el interín
de su ausencia. Se promete programar una visita de pésame y sondeo de cobro
antes del fin de semana.
Logra tomar varios pedidos. El nuevo producto llamado papel fraudulento es un imán. Le dicen en la proveeduría del Gobierno
central que preparan una compra de doscientas toneladas en formato carta de 80
grs. También hay mucho interés entre abogados, contadores y pastores para este
producto. El precio no es problema, ante la satisfacción obtenida por los
usuarios.
Toño sabe que Clo debe la hipoteca. También hace números y calcula que, a ella, no
le alcanza su ingreso para sostenerse a flote. Así que, a la hora del almuerzo
y antes de que ella se levante del cubículo, aterriza a su vera con una silla y
dos cafés.
Del apartamento de Clo al banco, hay ocho cuadras y tres
del mismo a la compañía donde labora como ejecutiva de cuenta. El primero queda
hacia el este y la segunda, al norte, bajando la cuesta. Es esquinera la edificación y ella ha
comprado, hace siete años, doscientos metros cuadrados en el cuarto piso. Tiene
buena relación con la gente de mantenimiento y ha cumplido con las cuotas
comunes, aun durante su mal trance. No hay en el edificio menores, ni animales,
mas sí un reglamento de convivencia bastante drástico para dar paz a todos los
condóminos.
Es lo que mira Luis Segura a esa misma hora. Se presenta
como un comprador ante el guarda y éste le permite ver el apartamento modelo.
Todos son iguales en cuanto a distribución espacial y queda a criterio de cada
inquilino modificar su interior, le dice el hombre de seguridad convertido, en
un dos por tres, en agente inmobiliario. En el diálogo sale a flote la
regularidad de los servicios públicos, la disponibilidad de cable e internet y
la seguridad del barrio.
—Las Momias es uno de los barrios más tranquilos, ¿sabe? —comenta
este señor con corbata, que ya no procede como guachimán de casetilla y ahora
es un corredor aplomado—. No escapamos al crimen porque el país anda mal, pero
pasa con menos frecuencia.
Y es cierto, la barriada ha sido, en su momento,
ostentosa y hoy es ligeramente decadente. Han quedado muestras de la antigua
opulencia y algunas casas se conservan y otras se derrumban a poquitos, como un
reloj de arena.
Lo fregado es que, de noche, llega gente a comerciar su
cuerpo con desconocidos, que llegan en coches polarizados. Eso nunca se le dice
a un comprador, lo sabemos todos.
El cliente toma apuntes de las referencias que considera
interesantes. Historia del barrio, valor de la tierra, bancos y comercios en la
zona, etc. Aclara de paso que es
corredor de oficio, aunque emana cierto aire de sobreviviente. Dicho esto, se
marcha y camina hasta una parada de buses. Tal vez desentona un poco por ir de
traje gris oscuro, corbata azul y camisa blanca, ropa que ha adquirido en
tiendas de outlet.
Segura tiene 42 años recién cumplidos, hace seis años. Se
quedó estacionado allí y sigue con la vida irregular de quien no tiene compromiso,
pero es divorciado, tiene dos o tres hijos —eso no lo sabemos claro— porque no
tiene memoria de sus affaires y es,
básicamente, un gavilán que hace comisiones para altos ejecutivos. De noche, es
hombre de bares, a los que sale de cacería por amores de corto plazo. De día,
husmea, averigua, investiga, chantajea, amenaza o sencillamente recolecta datos
para aquellos sujetos. Se puede decir que no tiene patrono o que tiene varios.
En todo caso, armoniza su naturaleza lumpen con frecuentar cafeterías de moda, las
de franquicia, que te venden el peor café con un sobreprecio de locura. Allí
logra transar con gente que también flota en el sistema. De tal forma que no
debe cotizar a la seguridad social; se enferma poco o nada y si llega a suceder, pasa tragando paracetamol y
diclofenaco y afines.
Ya en el bus hace una llamada no sabemos a quién. Pasa los mismos datos que recolectó cruzados
con algunas observaciones personales sobre el estado general del inmueble.
Mientras lo hace, saca un cigarrillo y fuma aprovechando haberse sentado al
fondo, el último asiento junto a la grada.
Ciudad Artificio, la capital tiene muchos bancos y
procura estar a la moda. Grandes capitales evaden, sin que nadie los persiga,
las cargas tributarias. La clase gobernante tiene muchos cuestionamientos, por
lo que no se espera que un gobierno gane dos elecciones de forma consecutiva.
Merced a ello han creado un sistema de partido que ha crecido ficticiamente de
forma exponencial. Del bipartidismo de los años sesenta, se llegó en los ochenta,
a ocho partidos. Al presente, ya son más de setenta y casi todos profesan la
misma ideología. Así acudimos a la falsa pluralidad de una aldea, donde los
caciques mueven los dedos para que las marionetas de turno ejerzan lo que
llaman democracia, pero es el mecanismo con el que los poderosos mantienen el
sistema a merced de sus intereses.
La huelga nacional estalla justo en los días esperados
por Clotilde Serra para presentar la oferta de papel fraudulento. Es por todo y
por nada: no hay aumentos salariales hace rato, hay inflación, las escuelas
carecen de pupitres —algunas no tienen ni siquiera techos en buen estado— los
medicamentos están por las nubes y acaban de reestructurar —mejor dicho,
suspender— el derecho de huelga. La pluralidad de los nuevos legisladores no es
mella para que se pongan de acuerdo, ante las órdenes del empresariado.
En consecuencia, Clo siente una zozobra en alza sobre su
bienestar futuro, pues si se cae o demora la contratación, su plan de liquidez
se jode. Ya a estas alturas ha pactado
con un prestamista por seis millones, lo que le ha permitido ponerse al día con
el banco y pagar los honorarios y otros reveses y quedar como amigos con esos
malditos ladrones.
Ahora, aparte del estrés que provoca el sistema, la vida
de ella es bastante regular.
Lo que habla con Saavedra meses atrás, con dos cafés y en
su cubículo, el narrador no lo sabe y no es vieja de patio para especular
nada. Sin embargo, los compañeros
rumoran que Toño es prestamista; coloca plata de sus viejos a un interés
mediano y, supuestamente, todo el edificio le tiene una prenda, una hipoteca,
un pagaré. Nada que no sea producto de las imaginaciones enfermas de la gente
que trabaja entre cuatro paredes y ve poco el sol. También se dice que al
hombre le gustan maduritas y que estaba coqueteándole a la convaleciente.
Basura a la que no puede sustraerse el tipo que escribe
esta historia, en aras de la objetividad. Además, se sabe que una enemiga de la
señora Serra habría pagado unos cuatrocientos mil colones a un narrador de
cuarta para que dejara mal parado el prestigio incólume de la buena Cloti.
Ni tan buena, pues los vecinos del condominio afirman que
ella se roba las plantas de las zonas comunes, pero no aportan prueba. Y que se
sepa, no hay expediente judicial abierto.
Sin embargo, lo cierto es que la tarde de la molestia en
el banco, una de las llamadas que atiende en su oficina no la está esperando.
Al ser casi las cuatro —la oficina se detiene a las cinco— un sujeto que se
identifica de forma inútil, —pues su nombre tampoco aporta certezas— le manifiesta
interés en el inmueble. Le ofrece pagar
en efectivo el 20 % de contado y asumir la hipoteca. Así ella se llevaría unos
pesos y el embargo no la dejaría tan en la calle.
No puede más que decirle al hombre que lo va a meditar,
aunque el sujeto presiona y, de hecho, le llamará dos veces más antes de
terminar la semana. La incomodidad que le queda del incidente es pensar cómo se
riega la bola de que su hipoteca está en mora.
Luis Segura ni conoce a la propietaria del apartamento y
esta vez tampoco se siente muy satisfecho, pues cuando lo que hace son
camarones de corte legal, le pagan poco.
Lo que pasa es que necesita tener contentos a los que lo frecuentan.
Cuando llega a su casa, duerme el resto de la tarde y despierta, para
sintonizar las noticias de las siete,
Lo único que omite el narrador sobre este truhán es que,
en la escalera, a la altura del tercer piso, un clavo oxidado le ha roto la
palma de la mano. La herida no es tan grande pero el sangrado es profuso y el
guarda —otrora corredor inmobiliario— le facilita una camisa vieja para que
contenga el sangrado y luego se marche sin comentar mayor cosa. La gente que la
pasa duro se acostumbra a imprevistos así.
Dicho esto, debemos recordar que el narrador es de baja
calidad, de cuarta. Hace esto no por vocación, sino por hambre. Qué le importa
contar la vida de nadie o de los habitantes del barrio Las Momias en Ciudad
Artificio o los problemas de la vida costera de los habitantes de Malanga. De
hecho, esto que pretende ser una novela no lo es. Es un collage, un pastiche de
diversos autores que se cansaron de ser bailados por el editor que los contrata.
En consecuencia, renunciaron. Nosotros nos hemos permitido rejuntar todas las
escrituras y hemos decidido no cribarlas. Les hemos buscado pies y cabeza y
argumento y, si carecen de sentido, no es tema que nos toque. No creemos que
alguien tenga los derechos de autor, pues los indigentes —perdón, he dicho mal—
los autores trabajan directamente en nuestras computadoras.
Hasta que les pateamos el culo y los de seguridad les dan
duro en el callejón.
Volvamos. Algo pasa en el banco para que un civil se
entere que otro está en problemas hipotecarios y lo contacte para comprarle la
deuda, con descuento. Alguien no respeta los derechos del cliente y puede ser
el oficinista que lo atendió o bien, un oficial de crédito. E incluso puede que,
más arriba, los hilos se conecten con los únicos que merecen llamarse banqueros
por estilo de vida y todo: los directivos.
Esto se lo ha encargado la editorial al señor Peter
Guardia, investigador privado. Es como Tom Selleck, pero lo contrario. Más bien
como Columbo, Peter Falk. O tal vez está en silla de ruedas como un detective
de los setenta, ¿quién era…? Canon, creo.
Pausa, entretanto traemos un nuevo escribiente. El
anterior nos salió indeciso, bruto. Sin saber adónde se dirige un personaje, no
se le nombra. Nos ha tocado separar la página del detective y decir que esa
tarde llueve como nunca en Artificio y, en todas las bibliotecas del país, las
goteras son como el chorro del grifo.
Además, el tipo ha pretendido meterme como uno de los
escribientes y que confiese mi natural afición al matonismo. No le hemos pagado
y no le pensamos pagar.
—En su momento, cortaremos el párrafo alusivo: no hay
violencia, ni detective, ¿ok?— Lucas mira su Relox, al que le falta el minutero
y calcula la hora.
Lucho Segura se entera en las noticias de la caída de
treinta personas en una supuesta red de lavado. Varios allanamientos
simultáneos han permitido desmantelar la red y el decomiso de coches de lujos,
mansiones y efectivo. Cree escuchar un par de apellidos de gente que conoce,
pero de inmediato asume que los nombres de políticos nunca resultan extraños.
Ya a esa hora tiene una marca verdosa en la palma de la
mano, la que se cura con gasa y alcohol. Eso lo complementa con un par de
desinflamatorios. Editor, dígame: ¿cuál día es cuando cae la lluvia?
A la mañana, va al consultorio estatal y le ponen la
antitetánica. Allí conoce a una enfermera divorciada, Amanda. Más tarde dirá
que fue amor a primera vista y todo eso. Sin embargo, cuando vuelve al sitio a
preguntar por ella se entera de que era interina y posiblemente trabaje ahora
en provincias.
Salto temporal de garrocha: no muy extenso. Clotilde ya ha pagado las
cuotas y ahora tiene una deuda extraordinaria de seis millones por fuera. Ha pasado la huelga. Duró seis semanas y media. Todos los días, el
Ejecutivo llamó a los sindicatos a negociar y al día siguiente no les cumplió. Difamó
a los gremios ante la prensa: inventó peticiones abusivas, que los trabajadores
nunca presentaron. Todo para hacerles
quedar como privilegiados y corruptos.
No obstante, el Gobierno central sacó un decreto de
emergencia para una compra del papel novedoso, el fraudulento. Una calidad de
hoja blanca que soporta lo impreso durante treinta y seis horas. Luego, el
proceso químico deja, de nuevo, inmaculada la hoja y el texto nunca más se recupera.
La Casa Presidencial está urgida. La señora Serra saca
provecho de la urgencia para meter un sobreprecio, que le permitía dar su
dádiva al director de la Oficina de Contratación Administrativa y, de paso,
sacar una mejor tajada.
Toñito Saavedra ve pasar doscientos mil pesos, por
guardar silencio ante los otros vendedores, sobre las prácticas duras de la
vieja.
—Pará… ¿Has visto que hasta Clotilde es una persona
respetada? Seguí así.
—“Toñito Saavedra vio pasar doscientos mil pesos, por
guardar silencio, ante los otros vendedores sobre las prácticas duras de
nuestra Clotilde, de ojos verdes.” ¿Ok?”
Así emparejó nuestra amiga sus finanzas que naufragaban.
Ojos verdes, finanzas que naufragaban. ¿No pueden
escribir ni una página que evite la cursilería? Bueno, no vamos a corregir o
este rejuntado, o la novela no sale ni en cinco años. Se trata de que sea una obra
boluda que nos saque –a la editorial, a quién más— de volver a trabajar.
Verdes también están los rostros de los vecinos del
campus universitario del este. Cuando hay lluvias así, se forma en las calles
una nata de agua de más de un metro de altura. Los comercios se inundan y los
objetos llegan flotando a las ventanas. Las ratas emergen enormes y se trepan
en los muros a esperar que descienda la marea. La ministra de Ecología, Ana
Carrillo, afirma sin embargo carecer de presupuesto para proceder a destapar o
remodelar el viejo alcantarillado.
De hecho, si antes era asidua de la zona universitaria,
ahora no le ven el humo. Se comunica por la prensa por escrito o su secretaria
manda un corto vídeo y punto.
Ese día pasa flotando frente, a la parada del colectivo,
el cadáver del profesor Guevara Pino. Le falta mucha carne ya para ser
reconocible, pero los forenses dictaminan su identidad en pocos días, merced al
ADN y a la denuncia de desaparición, que ponen sus hermanos. Dos estudiantes, entonces novios, Ana y
Jimmy, el mismo que, meses atrás, estuvo en el bar donde murió que un tipo
infartó sobre la barra y que ha perdido el curso nuevamente, están allí y miran
pasar el cuerpo carcomido. Mañana a primera hora visitarán el mismo consultorio
psicológico, pues esa noche no logran conciliar el sueño y sienten como si la
muerte les persiguiese.
Falta aclarar que Lucho pierde la mano izquierda, dos
meses después de su incidente. La infección no cede y optan por amputarle en la
muñeca. Igual que pasa tantas veces, el paciente nunca registrado en la
seguridad social reporta una dirección y datos falsos, así que no va a las
citas de control, pero el muñón le sana según lo esperable.
Clotilde no se entera que el sujeto ha pasado por su
edificio a recolectar información y, sin embargo, encuentra una cadena de plata
con un crucifijo a la orilla de su apartamento. Lo recoge del suelo, no dice
nada y lo deja enfriar más o menos ocho meses antes de proceder a usarlo.
No vaya a ser que pertenezca a algún vecino.