AMISTADES DE CORTA
DURACIÓN
Primera cosa, no dejarse llevar por ese estúpido cameo de
pies anónimos que nos hace seguir los pasos de un sujeto que camina por el
borde de la acera y al llegar en paralelo a la puerta de una cantina, gira
noventa grados, y se introduce sin parsimonia alguna.
Sucede
que ese no es el sujeto que buscamos. Nosotros hemos debido ingresar a una
ferretería situada setenta y cinco metros antes, la de las rejas color ocre,
que tiene mangueras con el cincuenta por ciento de descuento. Nuestra persona
de interés es un tipo gordo, cincuentón, mediana estatura y con un águila tatuada,
sobre el brazo izquierdo, a la que le falta la serpiente, pero es sin duda, el
símbolo de la república mexicana. José Filadelfo Quiñones, así se llama, anda de trabajo y le urge reponer la que rompió el
perro del último cliente, uno de esos de quijada potente que supuestamente no
hace nada, pero que se ha divertido mucho haciendo de la vieja Karcher, un verdadero
juguete que se convierte en estopa.
Nos
devolvemos pues y nos perdemos el saludo entre vendedor y cliente. En estos
momentos, el hombre que se dedica a jardinería, mantenimiento y reparaciones de
todo tipo en casas del oeste de la ciudad, está mirando al cielorraso desnudo, de
cuyas barras de perling cuelgan herramientas pesadas suspendidas por alguna
cadena con candado, pero que no dejan de amenazar al que camina allí abajo con
un accidente definitivo.
Por
cierto, son las once y veinte y vale preguntarse qué hace acá este hombre si
está en día de trabajo y un obrero ha debido empezar temprano para que el
tiempo rinda porque no gana bien en el oficio, a menos que esté dispuesto a
perder contactos cada vez que cobra. Y, sin embargo, véale el rostro al señor
Quiñones y sabrá que hubo borrachera anoche, como todas las noches de los
últimos cinco años y que, aunque es un buen operario en todo lo que hace, tiene
ese pecadito que atenta contra la regularidad y el éxito de su oficio.
Usted
y yo miramos hacia adentro y, luego de dar un golpe de vista sobre el sujeto, vemos
que hay otros clientes delante en espera. Dos viejitas vestidas conservadoramente
y con zapatillas bajas, con sombrerito de paja, un hombre de pantalones de
mezclilla algo rotos junto a su perro callejero y de pelambre azabache y larga,
un agente de reparto de equipos eléctricos con su tablet en la mano, distraído
mientras juega alguna cosa que, imaginemos, puede ser Tetrix.
No
obviemos también la cantidad de canastas plásticas, atravesadas en el lobby
mismo que contienen infinitud de ofertas que van desde arandelas hasta palas y
aparatos de medición electrónica especializada.
En
ese recorrido tardamos tres minutos.
Entonces
caemos en la cuenta que no nos hemos perdido de nada. El encuentro del
reparador con el empleado de despacho no ha ocurrido y, posiblemente, ocurra
otra cosa. Usted sugiere que un ataque de tortícolis y yo insisto en mi hipótesis
de que alguna herramienta suspendida del techo amenaza con caer y que don José
Filadelfo está preocupado por ello.
Cómo
nada avanza, miramos los relojes —usted es zurdo y yo derecho— para
sincronizarlos.
Seguimos
en observaciones inútiles por ejemplo de tipos de broca, de lo cual no tengo yo
el menor concepto, pero —para decir algo— comento que están caras, demasiado
caras. Usted asiente casi que lacónicamente, tanto que me da ganas de romperle
la cara por juega de vivo. Claro, ha tenido la prudencia de venirse bien vestido
para no levantar comentarios incómodos sobre su vocación de mirón.
En
este momento, hay ligero escándalo porque a una de las señoras mayores le han
rechazado el pago con tarjeta. Sin embargo, parece que la segunda la conoce e
intercede diciéndole “cuánto es, yo pago y luego me lo arreglás” y asunto
concluido y olvidado, pues qué repugnante es para un cliente deficitario ser
exhibido en el área de ventas como si fuese un limpio absoluto.
La
señora más bajita paga, pues, en efectivo.
¿Amenaza
llover…? Y bueno, estamos acostumbrados a un clima desastroso que va de extremo
a extremo sin poderse predecir. Ya estamos aquí y no vamos a perder nuestro
esfuerzo sólo por una mojada.
Entra
otro sujeto, esta vez mal vestido del todo.
Lleva una camiseta ajada y rota, unas tenis de color rojo percudido, de
bajo presupuesto y tatuajes en el cuello. Tan pronto lo mira entrar, el dueño, que
ha estado todo el tiempo en un cubículo jugando a la contabilidad, se levanta
como un resorte y lo llama aparte. De hecho, no nos damos cuenta en qué
instante lo hace ingresar a su oficina,.a la cual tenemos acceso por la simple
razón de que la cortina está medianamente corrida para que el aire fluya sosegadamente.
Mientras
salen las dos señoras, —ahora nos enteramos que vienen juntas a pesar de las
compras separadas— podemos mirar lo que transa el último sujeto con el dueño
del establecimiento. Aunque de eso no estamos seguros, yo apuesto porque es un
simple contador y usted dice que es el mandamásk, pero igual nos interesa un
rábano quién es, sino que nos urge ver qué hace.
Está
topando oro. Claro, el rotoso es un cadenero, uno de los tantos que asaltan en
estas calles del centro y tiene en esa oficina su razón de ser: la seguridad de
que alguien le reciba aquello de lo que le urge deshacerse.
En
este caso, dos gargantillas de oro y dos anillos sin dijes ni perlas.
Mientras
este par cierra el trato, le pregunto a usted por un cigarro. En lugar de convidarme
uno nuevo, me da la chinga del que está fumando. Pasa que no estoy para andar
jugando de asquillos porque ando sin monedas y lo chupo, aunque ya casi queda nada.
En el fondo del local, sin embargo, junto a la caja está un empleado de despacho
comentando con el que administra el dinero que cómo putas puede alguien ser tan
cretino de dejarse meter cuatro billetes falsos de veinte mil pesos y todavía
dar quince mil de vuelto…
“Nada
más porque es feo sospechar de ancianitas dulces “— se oye comentar por ahí, no
sabemos de quién es la voz. ¿Seguro que no ha sidousted?
Volvemos
a don José Filadelfo mientras vemos salir al ratero contento, cómo si acabase
de desayunar opíparamente. No se ha movido un centímetro y ya empiezo a
sospechar yo que la imagen se ha tildado, que toca reiniciar la ventana.
Acaso
esté muerto.
El
jefe de la ferretería, cuyo nombre desconocemos, pero decidimos llamarle Mario,
nombre que viene bien, por ejemplo, a un profesor de artes industriales al que
recordamos era buena gente, pero estaba loco y amenazaba con apuñalar —cuchilla
en mano— a cualquier carajillo que le diese problemas en la clase.
Bueno,
Mario está que se lo lleva puta y le dice al cajero que le va a descontar la
estafa que cometieron las abuelas. El muchacho, un carajillo de menos de
veinticinco, algo grandote y lampiño, pone cara de pocos amigos y le dice de
sopetón que él puede hablar. El mañoso empresario viendo que se empieza a
ventilar en voz alta, corta el tema y se retira a su rincón nuevamente.
Yo
juraría que al ver hacía la calle se ha dado cuenta que vemos más allá de la
ventana.
El
hombre del perro roto, perdón de la mezclilla raída y perro azabache, tiene una
lista larga: llavines, tuercas, clavos, cinta eléctrica, etc.
Ya
esto nos saca de quicio. Cuando termine, llevaremos cuarenta y tres minutos de
estar en el ventanal. Saldrá con tres bolsas llenas, bastante pesadas, una de
ellas tilinte, la cual puedo pronosticar que, de acá a dos cuadras, va a romperse.
Y,
además, empieza a atardecer. Uno de los despachadores, va por don José
Filadelfo Quiñones, lo alza y lo mete a la trastienda.
Es
un muñeco de PVC espumado, una identificación de punto de venta. No es explicable
el motivo para que tenga el rostro mirando hacia el cielorraso, pero usted
comenta que ha de ser que el muñeco estaba roto y no han sabido repararlo.
Yo
le concedo que es una argumentación bastante válida, pero desde esta distancia
es imposible verificarla.
Luego
de eso nos quedamos estupefactos. ¿No es que el señor es un trabajador
alcohólico que se dedica a hacer de todo? ¿No era que usted había robado su
billetera y que por eso sabíamos un poquito de su vida? ¿No es correcto que nosotros
compartimos los mismos intereses?
Se
supone que debemos entrar ahora que solamente queda el personal y la mitad está
en la trastienda y prepara sus menesteres para ir a casa. Se supone que
actuamos juntos y yo voy sobre la caja y usted contra el contador, cada uno con
su respectiva pistola cargadita.
¿Así
que usted trabaja para el recinto? Es de seguridad, puta madre. Me ha estado
acompañando porque quería hacer una cámara escondida, desgraciado. Pensaba
subirlo a las redes, ¿cierto?
No
voy a perdonarle ésta porque no pienso a arriesgar mi prestigio. Prefiero
volver otro día que usted no ande por acá y hacer mi trabajo sin distracciones
ni traiciones. No necesito socios que apuñalan.
La
cagada, amigo, es que su pistola es de madera. Las reconozco al verlas porque
estoy muy jugado. Adivino que le dijeron que acá es una zona sin delincuencia y
que la vida es llevadera,
¡Qué
hijueputez, le mintieron!
Hagamos
una cosa, usted me guarda esto —haga el favor de no gritar mientras lo corto— y
se queda tieso en el lugar. Yo voy a tomarme unos tragos con los pesos que le
saco del bolsillo para sacarme el colerón de los malos amigos que deja este
oficio.
Tan
bonita historia que escribíamos y, ya ve, todo es mentira.