jueves, 24 de octubre de 2024

NARRATIVA- AMISTADES DE CORTA DURACIÓN

AMISTADES DE CORTA DURACIÓN

 

Primera cosa, no dejarse llevar por ese estúpido cameo de pies anónimos que nos hace seguir los pasos de un sujeto que camina por el borde de la acera y al llegar en paralelo a la puerta de una cantina, gira noventa grados, y se introduce sin parsimonia alguna.

Sucede que ese no es el sujeto que buscamos. Nosotros hemos debido ingresar a una ferretería situada setenta y cinco metros antes, la de las rejas color ocre, que tiene mangueras con el cincuenta por ciento de descuento. Nuestra persona de interés es un tipo gordo, cincuentón, mediana estatura y con un águila tatuada, sobre el brazo izquierdo, a la que le falta la serpiente, pero es sin duda, el símbolo de la república mexicana. José Filadelfo Quiñones, así se llama, anda  de trabajo y le urge reponer la que rompió el perro del último cliente, uno de esos de quijada potente que supuestamente no hace nada, pero que se ha divertido mucho haciendo de la vieja Karcher, un verdadero juguete que se convierte en estopa.

Nos devolvemos pues y nos perdemos el saludo entre vendedor y cliente. En estos momentos, el hombre que se dedica a jardinería, mantenimiento y reparaciones de todo tipo en casas del oeste de la ciudad, está mirando al cielorraso desnudo, de cuyas barras de perling cuelgan herramientas pesadas suspendidas por alguna cadena con candado, pero que no dejan de amenazar al que camina allí abajo con un accidente definitivo.

Por cierto, son las once y veinte y vale preguntarse qué hace acá este hombre si está en día de trabajo y un obrero ha debido empezar temprano para que el tiempo rinda porque no gana bien en el oficio, a menos que esté dispuesto a perder contactos cada vez que cobra. Y, sin embargo, véale el rostro al señor Quiñones y sabrá que hubo borrachera anoche, como todas las noches de los últimos cinco años y que, aunque es un buen operario en todo lo que hace, tiene ese pecadito que atenta contra la regularidad y el éxito de su oficio.

Usted y yo miramos hacia adentro y, luego de dar un golpe de vista sobre el sujeto, vemos que hay otros clientes delante en espera. Dos viejitas vestidas conservadoramente y con zapatillas bajas, con sombrerito de paja, un hombre de pantalones de mezclilla algo rotos junto a su perro callejero y de pelambre azabache y larga, un agente de reparto de equipos eléctricos con su tablet en la mano, distraído mientras juega alguna cosa que, imaginemos, puede ser Tetrix.

No obviemos también la cantidad de canastas plásticas, atravesadas en el lobby mismo que contienen infinitud de ofertas que van desde arandelas hasta palas y aparatos de medición electrónica especializada.

En ese recorrido tardamos tres minutos.

Entonces caemos en la cuenta que no nos hemos perdido de nada. El encuentro del reparador con el empleado de despacho no ha ocurrido y, posiblemente, ocurra otra cosa. Usted sugiere que un ataque de tortícolis y yo insisto en mi hipótesis de que alguna herramienta suspendida del techo amenaza con caer y que don José Filadelfo está preocupado por ello.

Cómo nada avanza, miramos los relojes —usted es zurdo y yo derecho— para sincronizarlos.

Seguimos en observaciones inútiles por ejemplo de tipos de broca, de lo cual no tengo yo el menor concepto, pero —para decir algo— comento que están caras, demasiado caras. Usted asiente casi que lacónicamente, tanto que me da ganas de romperle la cara por juega de vivo. Claro, ha tenido la prudencia de venirse bien vestido para no levantar comentarios incómodos sobre su vocación de mirón.

En este momento, hay ligero escándalo porque a una de las señoras mayores le han rechazado el pago con tarjeta. Sin embargo, parece que la segunda la conoce e intercede diciéndole “cuánto es, yo pago y luego me lo arreglás” y asunto concluido y olvidado, pues qué repugnante es para un cliente deficitario ser exhibido en el área de ventas como si fuese un limpio absoluto.

La señora más bajita paga, pues, en efectivo.

¿Amenaza llover…? Y bueno, estamos acostumbrados a un clima desastroso que va de extremo a extremo sin poderse predecir. Ya estamos aquí y no vamos a perder nuestro esfuerzo sólo por una mojada.

Entra otro sujeto, esta vez mal vestido del todo.  Lleva una camiseta ajada y rota, unas tenis de color rojo percudido, de bajo presupuesto y tatuajes en el cuello. Tan pronto lo mira entrar, el dueño, que ha estado todo el tiempo en un cubículo jugando a la contabilidad, se levanta como un resorte y lo llama aparte. De hecho, no nos damos cuenta en qué instante lo hace ingresar a su oficina,.a la cual tenemos acceso por la simple razón de que la cortina está medianamente corrida para que el aire fluya sosegadamente.

Mientras salen las dos señoras, —ahora nos enteramos que vienen juntas a pesar de las compras separadas— podemos mirar lo que transa el último sujeto con el dueño del establecimiento. Aunque de eso no estamos seguros, yo apuesto porque es un simple contador y usted dice que es el mandamásk, pero igual nos interesa un rábano quién es, sino que nos urge ver qué hace.

Está topando oro. Claro, el rotoso es un cadenero, uno de los tantos que asaltan en estas calles del centro y tiene en esa oficina su razón de ser: la seguridad de que alguien le reciba aquello de lo que le urge deshacerse.

En este caso, dos gargantillas de oro y dos anillos sin dijes ni perlas.

Mientras este par cierra el trato, le pregunto a usted por un cigarro. En lugar de convidarme uno nuevo, me da la chinga del que está fumando. Pasa que no estoy para andar jugando de asquillos porque ando sin monedas y lo chupo, aunque ya casi queda nada. En el fondo del local, sin embargo, junto a la caja está un empleado de despacho comentando con el que administra el dinero que cómo putas puede alguien ser tan cretino de dejarse meter cuatro billetes falsos de veinte mil pesos y todavía dar quince mil de vuelto…

“Nada más porque es feo sospechar de ancianitas dulces “— se oye comentar por ahí, no sabemos de quién es la voz. ¿Seguro que no ha sidousted?

Volvemos a don José Filadelfo mientras vemos salir al ratero contento, cómo si acabase de desayunar opíparamente. No se ha movido un centímetro y ya empiezo a sospechar yo que la imagen se ha tildado, que toca reiniciar la ventana.

Acaso esté muerto.

El jefe de la ferretería, cuyo nombre desconocemos, pero decidimos llamarle Mario, nombre que viene bien, por ejemplo, a un profesor de artes industriales al que recordamos era buena gente, pero estaba loco y amenazaba con apuñalar —cuchilla en mano— a cualquier carajillo que le diese problemas en la clase.

Bueno, Mario está que se lo lleva puta y le dice al cajero que le va a descontar la estafa que cometieron las abuelas. El muchacho, un carajillo de menos de veinticinco, algo grandote y lampiño, pone cara de pocos amigos y le dice de sopetón que él puede hablar. El mañoso empresario viendo que se empieza a ventilar en voz alta, corta el tema y se retira a su rincón nuevamente.

Yo juraría que al ver hacía la calle se ha dado cuenta que vemos más allá de la ventana.

El hombre del perro roto, perdón de la mezclilla raída y perro azabache, tiene una lista larga: llavines, tuercas, clavos, cinta eléctrica, etc.

Ya esto nos saca de quicio. Cuando termine, llevaremos cuarenta y tres minutos de estar en el ventanal. Saldrá con tres bolsas llenas, bastante pesadas, una de ellas tilinte, la cual puedo pronosticar que, de acá a dos cuadras, va a romperse.

Y, además, empieza a atardecer. Uno de los despachadores, va por don José Filadelfo Quiñones, lo alza y lo mete a la trastienda.

Es un muñeco de PVC espumado, una identificación de punto de venta. No es explicable el motivo para que tenga el rostro mirando hacia el cielorraso, pero usted comenta que ha de ser que el muñeco estaba roto y no han sabido repararlo.

Yo le concedo que es una argumentación bastante válida, pero desde esta distancia es imposible verificarla.

Luego de eso nos quedamos estupefactos. ¿No es que el señor es un trabajador alcohólico que se dedica a hacer de todo? ¿No era que usted había robado su billetera y que por eso sabíamos un poquito de su vida? ¿No es correcto que nosotros compartimos los mismos intereses?

Se supone que debemos entrar ahora que solamente queda el personal y la mitad está en la trastienda y prepara sus menesteres para ir a casa. Se supone que actuamos juntos y yo voy sobre la caja y usted contra el contador, cada uno con su respectiva pistola cargadita.

¿Así que usted trabaja para el recinto? Es de seguridad, puta madre. Me ha estado acompañando porque quería hacer una cámara escondida, desgraciado. Pensaba subirlo a las redes, ¿cierto?

No voy a perdonarle ésta porque no pienso a arriesgar mi prestigio. Prefiero volver otro día que usted no ande por acá y hacer mi trabajo sin distracciones ni traiciones. No necesito socios que apuñalan.

La cagada, amigo, es que su pistola es de madera. Las reconozco al verlas porque estoy muy jugado. Adivino que le dijeron que acá es una zona sin delincuencia y que la vida es llevadera,

¡Qué hijueputez, le mintieron!

Hagamos una cosa, usted me guarda esto —haga el favor de no gritar mientras lo corto— y se queda tieso en el lugar. Yo voy a tomarme unos tragos con los pesos que le saco del bolsillo para sacarme el colerón de los malos amigos que deja este oficio.

Tan bonita historia que escribíamos y, ya ve, todo es mentira.


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