EL DESDOBLAMIENTO DE LA EDITORA PETRA
ROMERO O LA POSESIÓN DE UN PERSONAJE SECUNDARIO
A ver, todos sabemos que los fantasmas no hablan, pero
yo no me voy a quedar con las palabras en la mortaja. Me parece increíble que esos mendigos de
Comas Negras publiquen una novela cercenada, incompleta. Ud. la lee y puede que
le guste, pero no cierra. Y es porque
falto yo, que estoy en el texto, pero como una sombra que cruza la narración y
no tiene palabra.
Me dicen ustedes que son una editorial de izquierda,
pero que se están acomodando porque se les murió el líder. A mí, ¿me importa
eso? Yo no necesito teoría del porqué maduran las calabazas o que me digan que
yo era un buen tipo al que la suerte puso en el lugar equivocado.
Claro que yo recorría las calles de Artificio todo el
día: desde bares hasta bufetes y el
Congreso de los Diputados. En todas
partes, tuve clientes a los que vendía hasta fiado. Unos cuantos me amarraron el perro alguna vez
y entonces no volvimos ni a darnos el saludo, pero yo puedo decir que nunca
hablé mal de ellos o di nombres a terceros.
Verá usted, es difícil tener gente alrededor y no
enterarse de algo, casi siempre peligroso. De hecho, la gente que suele
saltarse las reglas o moverse en lo clandestino, suele tener mejor status pues
se agencia algunos dineros no declarables.
Uno aprende a ver y a callar por comodidad y porque
tiene familia. Dejé viuda y tres hijos, bien lo saben.
He trabajado en otras cosas. De joven ayudaba en el taller mecánico de mi
hermano, en barrio El Recuerdo. No ganaba bien y me pasaban muchos
accidentes: alguna mano rota, la ropa
andrajosa y el cuerpo adolorido de estar contra el suelo bajo los coches.
Entonces, cuando logré terminar el tercer año, trabajé
de camillero. Me iba bien, pero no me gustaba ver tanta gente en condición
límite. Perdí el sueño por semanas, llegué a tener crisis nerviosas en la hora
del café y mi jefe se dio cuenta que andaba mal.
Estaba interino y no me renovaron el nombramiento.
Pasé meses haciendo camarones para ganarme el pan. No
sabía nada de mantenimiento, pero aprendí echando a perder y ahorrando lo que
pudiese porque casi nunca salían oportunidades.
Me enteré que el Estado daba concesiones de lotería a
gente con problemas económicos: no
pagaba mucho, pero ese porcentual de ventas alcanzaba para sacar adelante a una
familia de pocas aspiraciones. Además, en esa época, cómo se consideraba que
los juegos de azar tenían la finalidad de financiar programas sociales no
teníamos competencia.
Trabajar toda la semana, menos los miércoles porque
los sorteos eran martes, viernes y domingo. Algunos compañeros optan por
semáforos y por las orillas del supermercado, yo decidí que no pues saqué
cuentas y concluí que a ellos —los que no caminan la ciudad— los controlan con
facilidad y los asaltan con mayor frecuencia.
Vendí seis veces el mayor, pero nunca vi una
retribución, una propina. Y yo no soy de pedir, aunque mis colegas me
carboneaban para que cobrase mi diez por ciento. ¿Y si perdía ese cliente? Creo
que los chavalos me atosigaban para joderme, nada más.
Y caminar es, de por sí, un lujo mayor. De otra forma no te enteras de lo que ocurre,
si no es a tus orillas. En cambio, el que transita pellizca el rumor acá y allá
de mil formas y hasta logra entender porque une informaciones cosas de la
realidad que la gente considera ordinarias.
Por ejemplo, ese hijueputa TLC que el escritor del
libro dijo que trataría y no hizo. La trama, sin lo que voy a decir respecto al
tema, es como un té de calcetín sin la bolsita de té. Parece omitir adrede
todos los daños que nos dejó una apertura comercial obligada y sucia pues nos
hizo ganadores futuros de una BMW, pero vendiendo hasta la bicicleta del
presente. Hubo sectores sacrificados desde mucho antes pues los programas de
ajustes estructural que decían preparar el país para la competitividad
cercenaron el gasto social muchas veces y dejaron en la calle y sin oficio a
miles de trabajadores que, primero, intentaron emprendimientos tipo bares,
bazares, talleres y que cuando les vino la quiebra se convirtieron en
transportistas piratas, vendedores de cachivaches informales o cadeneros.
Yo pienso que hay militancias mediocres que se usan nada
más para vender. Es lo mismo que cuando
compras una crema dental que te dice dejar los dientes blancos, pero se olvida
de combatir la caries.
Son intelectuales de pose. No se atreven a hablar de aquello
que puede quemar. Prefieren andarse por las ramas y optan por la anécdota y la
malicia, pero casi que diluyen la culpabilidad de los que han puesto el mundo
patas arriba.
Eso ocurre cuando le cambias el nombre el actor de un
acontecimiento para que no te demande, o cuando le pones un apelativo ridículo
para darle naturaleza de farsa a la obra.
También es entendible que si el escritor es un muerto de hambre que no
tiene ni para pagarse un ramo de flores en su funeral, sea lo convenientemente
discreto como para que nadie lo tome en cuenta, ni siquiera el aludido.
Todo esto diluye la potencia de los textos y es la
norma. Publicar un libro no implica libertad: la más de las veces es sencillamente
un acto de fanfarronería que ejerce un tipo que ha optado por coserse la lengua
porque es timorato.
Si le digo todo esto, es porque usted va a hacer una
edición nueva de la puta novela y no me va a dejar tan imbécil como el
puerquito de navidad, bicho que es el personaje central de las fiestas, pero
solamente como platillo mayor.
Todo este proceso del libre comercio que uno apechuga
porque le toca no implica beneficios directos, sino para una élite que siempre
nos vende. No hay un partido que represente al pueblo y haga verdadera
resistencia a una agenda que lleva el apoyo de Washington. Entonces, la vida se
nos hace más difícil: vea lo imposible
que es conseguir una cita médica en la salud pública y mire el precio de la
educación privada.
Ambos sectores se deterioraron en esas épocas y ahora
agonizan. La segunda reforma de salud
derivó la atención del nivel primario de salud hasta el sistema hospitalario,
pero quedó pendiente el traslado presupuestario: lo que conservó el ministerio fue la
rectoría, que es algo así como la potestad de lanzar la perorata mediática
cuando convenga bajarle el piso a los empleados públicos, a quienes que se ha
hecho visibilizar como enemigos de la sociedad y simples parásitos del Estado.
No me diga, doña Petra, que poner tan simples
evidencias le pondría en problemas pues tiene compromisos. Que las becas no van a llegar si se suelta de
la lengua, no es cierto. No se preocupe,
en las instituciones públicas nadie lee estas carajadas y si usted le pone en
créditos un agradecimiento al presidente por su amor a las artes, ya con eso
está todo hecho.
Su oficina es muy oscura, ¿sabe usted? También años antes del Tratado de Libre
Comercio con Waspasia, ya la tenencia de la tierra era una burbuja. No tanto
como ahora, pero es porque nadie ha querido resolverlo y solamente ahora tantos
años después de mi muerte — y a que logro escaparme del infierno, gracias a un
favor que le hice a su predecesor, Lucas— veo que no tiene remedio. Aquí no se
hubiese hablado de gentrificación si no es porque los movimientos sociales de
Barcelona empezaron a meter el dedo en la llaga sobre el problema que trae en
la sociedad el poder de compra de personas con mayor nivel de vida: a la larga,
provocan la expulsión de los habitantes originarios pues los barrios se vuelven
exclusivos y la oferta comercial se condiciona a las nuevas billeteras, más
poderosas.
Acá se mercadea lo contrario: el turismo como herramienta de desarrollo es
inofensiva y genera empleo. Lo que se
oculta es el listado de carencias que termina en precarización obrera y monopolios
de tierras que alguna vez fueron de la comunidad.
Eso debiese haber estado en la novela, pero siga usted
acudiendo a palabristas obtusos que no tienen puta idea de lo que pasa en la
calle. Repito, hay que caminar la ciudad, preguntarse por ejemplo por el montón
de indigentes, por los miles de trabajadores precarizados merced a la no
obtención de un título de bachillerato a pesar de ganar la educación
diversificada. Habría que preguntarse demasiadas cosas de esa época, e incluso
en el presente, cuestionar la inexistencia de una política de vivienda
planificada pues se desarrollan grandes proyectos inmobiliarios innacesibles
(por su precio, pero también por los esquemas del financiamiento bancario) a la
clase media trabajadora.
Si es que ésta existe, usted ya conoce —porque sé que
lo vive— el asunto de ganar “bien”, pero no llegar a fin de mes si no pega el
tarjetazo. Lo de deber la casa, el
carro, el médico y hasta la prima de la nevera es nada nuevo por nuestras
tierras. Pero bueno, decirles clase media ayuda a postergar una
conciencia de clase que podría ser bastante peligrosa.
Quiero decirle que en los días que su novela de cuarta
se dedicaba a contar el incendio de Ranas Rojas y otras basuras de culebrón
turco (narco, preferencias sexuales, infidelidades, etc). Malanga sí cambió y
eso ha sido irreversible.
Nosotros, de vena timorata y sanguínea, siempre
evitábamos los desaguisados. Alguna vez, el guaro, mal consejero nos hace
envalentonarnos y después de un partido de fút se arma la de San Quintín y nos
partimos la madre. Hablo como
malangueño, pero aclaro que yo no tomo, nunca he tomado.
La otra variación de este cuadro de costumbres va peor: la rencilla no se arma en el bar, sino en la
casa. La frustración de la miseria sumada a la derrota del equipo que te
representa y la borrachera infinita que carga el fulano, lo envalentona y le
parte la madre a su mujer o a sus hijos.
El malangueño de antes se guardaba allí, en un saquito,
para orearlos ante la veladora con las oraciones nocturnas. Tal vez alguna vez
perdida los exhibía para contarle a la pareja los fracasos, las rabias, el mal
momento que no se perdona.
Lo que pasa es que esos días funcionaron como toda una
educación sentimental. Los gremios empresariales y políticos con tal de lograr
sus objetivos, sacaron las garras, nos metieron miedo. Nos amenazaban con
perder el trabajo si votábamos por el No en el referéndum. Lo mismo si le
hablábamos a los disidentes o compartíamos mesa con ellos. Al sindicalista se
le armaba relatos de corrupción. Los curas tomaban posición sobre el tema, sepa
dios si a partir de condicionamientos, pero de repente empezaron a considerar
comunismo todo aquello que fuese interés de proteger la industria nacional o
garantizar el bienestar obrero. Uno entraba en un parqueo con una pegatina del
no en el parabrisas y el desgraciado a cargo se negaba a levantar la aguja por
orden del jefe, algún real hijo de puta.
Desde el mismo Poder Ejecutivo circulaban directrices
para manipular y atormentar la voluntad del ciudadano para que, cuando llegase
la consulta popular en los días de octubre, ganase el miedo por ser, simplemente
miedo instrumentado a través de la mentira institucional, el desprestigio, la
causa falta, la promesa para crédulos que nos hacía militar una guerra
comercial que no era tan nuestra, pero nos afectaría a todos.
Waspasia hasta mandó un enviado especial para dar un
ultimátum para que la ley fuese aprobada. Un simulacro de democracia, un par de
topos infiltrados en las aceras del No, primero hicieron resistencia, pero uno
de ellos, el de menor prestigio, el gato en ascenso, terminó por quebrar la
resistencia y se aprobó el nefasto documento.
El desprecio mutuo cotidiano fue siendo costumbre. Y
pasada la votación, posiblemente sesgada, fraudulenta, se nos quedó como
hábito.
Lo que nunca perdimos fue la ingenuidad. Los taxistas
ni se inmutaron cuando escucharon hablar de la uberización. Creyeron que la
nueva plataforma venía por los piratas y se consolaban diciendo hacia sus
adentros que cada uno tenía su personal cartera de clientes fieles.
Se equivocaron: barrieron con el mercado informal
primero, pero luego fueron por ellos.
Bajo el alero del tratado firmado, el Estado no negó
tener potestades para combatir esa competencia desleal, la llamada economía
colaborativa, pero tampoco la enfrentó.
Entiendo, le oí decir a varios diputados que el TLC dejaba amarrado de
manos al país cuando una inversión supranacional decidiese operar acá. Baste
decir que la flota de taxistas ha mermado:
queda en el presente poco menos
de la mitad.
El uberismo, por otra parte, se conforma de gente con
o sin empleo, dispuesta a hacer otras por unos pesos para pagar la prenda del
coche que han sacado para combatir sus emergencias económicas inmediatas.
Nuestra sociedad de consumo es el caldo de cultivo propicio para el bolsillo
con huecos.
Le cuento, a pesar de la aprobación del tratado,
muchas empresas optaron por irse. Lo peor es que lo hacían sin anunciarlo:
simplemente, de noche alzaban con las maquinarias y por exceso de prisa olvidaban
pagar las liquidaciones del personal.
Más tarde, lo habrán recordado, pero la famosa pereza tropical
habrá emergido de la nada para reomendarles nunca cumplir con gastos
innecesarios.
Ya decía yo que una crisis de mercado laboral no se
soluciona diciéndole al capital que haga lo que le venga en gana y le
exoneramos hasta el yate del gerente. Fíjese que ahora ha entrado en las
encuestas de ministerio de trabajo una nueva categoría: sujetos que ya no buscan trabajo. Es gente que se ha esforzado uno o dos años
en conseguirlo, pero nada le aparece. Se supone que se salen del mercado por
razones desconocidas. Vamos a pensar que es muy caro hacer los currículos,
correr la ciudad, vestirse presentable y no obtener la menor esperanza. Dejan de buscar colocación por carencia de
recursos o porque les ronca la madre hacerlo, pero acaso, ¿dejan de comer?
¿Por qué no se les considera a efectos estocásticos
desempleados o no se les asigna siquiera una subcategoría que diga
“desempleados por abandono”?
Fácil, porque
hay que maquillar las cifras para que un modelo que ha fracasado desde el
inicio no pierda vigencia. Así es cómo
se mercadea el futuro: diciendo que, si
el mes pasado subió la pobreza dos puntos, este mes ha bajado en una décima y vendrán
tiempos mejores.
Total, la gente no retiene información. No acostumbra entender ni argumentar y lo
peor es que suele confiar en el emisor de los mensajes si éste usa corbata o
tiene delante de sí un micrófono. Por eso es que vemos que Artificio se
deteriora, pero no podemos sumar uno más uno para entender que las políticas en
uso implican millones de derrotas para que tres o diez empresarios —una minoría
nunca significativa— puedan barrer con todo y posiblemente guarden papelitos
verdes allende las fronteras.
Pues eso, señora. Yo sé que usted es cardíaca y sé más
cosas. No voy a chantajearla, vengo a exigirle. No quiero que la novela hable
de mí, pero sí que diga que si fracasamos como país, si nos odiamos más, es
porque se nos ha educado para ello y ya la máscara identitaria nos vale un
pepino. A eso sume la experiencia de una identidad fantasiosa que se regocija
en el deterioro social mientras vende la ilusión de un paraíso ecológico
accesible a todos los dineros de afuera.
Mientras tanto, lo verdaderamente atractivo de nuestra
tierra pasa por ciertas tonalidades morales permisivas que te permiten no ser
auditado si tenés unos cuantos millones de dólares, pero sos amigo o financista
del poder.
Me lleva la hostia, siento el ectoplasma débil. ¿Tendrá por ahí un café con galletas de
mantequilla, doña?
La mujer que conocemos como cabeza nueva de Comas
Negras guarda el documento en Word, se quita las gafas, abre el escritorio y extrae
un tubo a medio consumir de galletas de limón, cerrado con una amarrita
metálica, pero que rebosa de las malditas hormiguitas de las que pican
durísimo.
—La gran puta —dice Petra, casi gritando— ¿Acaso acá
nunca fumigan?
Y pega tremendo puñetazo sobre la laptop cerrada.