—No se nos hubiese muerto el perro de no ser que nos salimos de lugar. Uno de vez en cuando mira ratones en el cuarto de pilas o atravesar la sala. Sabe que allí están, pero supone que no cruzan cierta frontera sanitaria y hasta se siente animalista de tanta convivencia.
Sabemos que detrás de casa, hay cierta población de bichos pues pasa un riachuelo y la zona es boscosa. Alguna vez quisimos tirar material orgánico como abono en esa zona, pero pronto descubrimos que los agujeros que antes habitaban las orquídeas se convertían en nidos de especies indeseables. Y es que uno mira en fotos y es bonito, Padre. Ah, espere: le traje una botella de agua porque hace un calor de fruta madre. Así puedo decir, ¿cierto? Siempre ando con una botella en la mano porque el sol está criminal desde el año pasado.
Decía que siempre hemos tenido las mejores intenciones con los animales, Padre. Le comprábamos alimento de dieta al perro para que mantuviese la línea y no fuese a desarrollar padecimientos tempranos. Incluso, una que otra ocasión, ropita: un chalequito, una bandana y, para diciembre, calcetines con bombín.
—Doña Irene, si su historia es larga, mejor nos sentamos en una banca. Yo ando muy mal de las rodillas y en estos días tengo agorafobia. No soporto encerrarme acá. Incluso, las multitudes me hacen daño emocional. A veces quiero salir en carrera y no sé hasta adónde…
—Perfecto, Padre, pero recuerde que yo no vine a confesarlo. Demás andan rumores sobre usted en la calle y van a querer culparme. Mejor mantengamos la distancia y nos sentamos allí, donde da la luz de la puerta norte.
Le decía, pucha, quisiera prender unas velitas. ¿No tiene menudo, Padre? Sólo ando tarjetas. Présteme cinco mil y mañana se los devuelvo.
La mujer olvida la charla por ir a encender las velas. Prende diez porque le da la gana y no porque ande con la cabeza llena de peticiones. Orar por alguien no es algo que le preocupe, sino que el fuego siempre se ve bonito.
—Soy dispersa, padrecito, no se ofusque. Es que uno no puede dejar la piedad para después: pasa el tiempo y ya no alcanza para las intenciones postergadas.
El asunto es que Luis Javier tenía apenas ocho años. Muy dócil, muy ordenado y sabía escuchar.
No me haga esa cara: le estoy hablando del perro de casa. Era tan elegante, tan pulcro que nunca pensamos que haría una cochinada así.
Mi empleada, la señora solamente llega los sábados, pegó un alarido a eso de las nueve. Gente sin educación, caramba, hace una escena por nada. Resulta que en una gaveta de la alacena encontró unos ratoncitos bebés de color rosa porque ni pelo habían echado todavía.
Lo dejamos pasar. Claro que nos deshicimos de los bichos. Estaban muertos, ¿no me cree? Somos incapaces de matar un piojo siquiera.
La vieja maldita, perdón si me extralimito, amenazó con no trabajar más. La necedad de jugar de delicada a ver si le pagan más. Yo no pude más: soy de armas tomar y la eché.
Para el fin de semana siguiente, conseguí una muchacha como de treinta y cinco años que estudia en la U, pero recoge lo que puede para ayudarse a pagar los estudios. Me cayó superbién eso porque, de paso, reduje mil pesos en la paga sin decirle nada. Si a uno no le preguntan, para qué andarse con rodeos.
No me mire así. Yo creo que todos tenemos algo de mezquinos. No me diga que nunca ha ido a comprar la fruta y que, cuando el tendero se distrae, toma un tomate y lo maltrata para luego decirle que la generalidad está maltratada y fea. Que nunca le ha llorado por un descuento al vendedor de pollos o para que le regale una bolsita de menudos para el perro.
Cardenillo, hace señal de intervenir, pero de nada sirve. La mujer lo corta:
—No me interrumpa, Padre. Ya fui clara que Luis Javier solamente comía alimento de dieta. Aún así tenía dos kilos de sobrepeso.
—Irene, yo tengo que salir. Mire cómo hacer para apurar el cuento. Se supone que hoy me toca visitar enfermos.
—No me diga que hay seres más importantes que otros. ¿Dónde me coloca a mí?
—No se haga. Usted sabe que debo cumplir con todos. Deje que ya le arreglo la historia. Por cierto, la muchacha que me ayuda ahora se llama Luzmilda y dice que usted ayudó en un funeral fingido de un gran estafador.
—La cosa es que empezamos a ver ratones a todas horas. Pasaban sobre la cocina, la mesa del comedor, arriba del trastero y lo peor, en algunos rincones, encontramos excretas. Eso es muy peligroso, nos expone a un montón de problemas sanitarios. Supongo que lo sabe.
—Un momentito. ¿Cómo que su empleada habla mal de mí?
—Diay, no se asuste. Lo que ella cuenta es clamor popular en todo el distrito. No nos preocupa porque todos tenemos nuestro trapito sucio y sabemos que mantenerlo oculto es tarea de titanes. Le decía que sí, que la casa se llenó de ratones, hasta que Mauricio botó el tapón y me dijo:
—Hoy paso a la ferre. Compro veneno y me los echo al pico.
Traté de hacerlo desistir. Le dije que él tendría que sacar bicho por bicho de dónde cayese muerto y que la casa estaría pestilente por días. No quiso escucharme.
—Insisto, Irenita. ¿Cómo va a creer que yo soy cómplice de ladrones? Los servicios de la fe son sagrados.
—Problema suyo, padrecito. Hay cosas más importantes y es que me escuche ahora. Por cierto, ¡qué mal se ven esos indigentes que piden plata en la puerta de la parroquia, Padre! Mauricio es policía; si usted quiere le digo y se los viene a patear de lo lindo.
—Lo que me dice es muy malo, señora. Recuerde que somos hechos a imagen y semejanza del de arriba. Ellos son de los nuestros.
—No mienta, señor cura. Todos sabemos que los que tienen hambre no tienen derecho a anda. La gente es si le alcanza la plata para lo que necesita. Y mientras más tiene, más es y mejor persona se le considera. El rufián ése, al que le hizo el funeral falso, es buen ejemplo.
—Mire, yo tengo agenda. Venga otro día.
—No, no… su ya termino. Oiga, la cosa es que Mau llenó la casa de veneno e íbamos exterminando dos ratones por día. Hasta el tercer día que pasó lo que pasó y optamos por recoger todos los venenos y arrojarlos en la basura, pero ya Luis Javier echaba espuma por la boca y, cuando llegó al veterinario, nada pudo salvarlo.
—Bueno, y, ¿yo, qué? Es una historia triste, pero irreversible.
—Nada, don Pedro. Si usted no abre los sentidos, no va a llegar muy lejos, aunque se apellide Cardenillo. Es evidente que vine para que asigne la penitencia de Mauricio por asesinar a Luis. No me gusta nada ver a los demás hacer el mal, menos a mi marido.
Ya sé que no va a orar por nuestro perro. Es que usted tiene el alma endurecida, querido. Pídale al todopoderoso, perdón por su soberbia. Y ya, no me quite tiempo, padrecito. Tengo que preparar la comida que nunca se cocina sola.
¿Qué penitencia tiene para mi Mauricio? Tome en cuenta que él amaba al perro como a sí mismo.
—Dígale que la escuche a usted noche tras noche. Si sobrevive a eso, ningún infierno va a vencerlo. Buenas tardes.
Cuando la doña se levantó de la banca lo hizo tan bruscamente que Pedro sintió que se iba al suelo, pero no fue así: supo agarrarse del brazo metálico y se recuperó.
Cuando volvió a mirar hacia la puerta, Irene no estaba, pero Alfredo, el borrachillo, se quejaba de que una señora le había clavado la punta del paraguas en su pierna, la de palo. Curioso, porque la pierna de palo, se supone, no tiene sensibilidad.
Cardenillo, sube por el corredor izquierdo de la parroquia para retirarse hasta la Casa Parroquial y comer algo antes de salir de ronda.
Se interroga cómo pueden convivir tantas ficciones que desdicen la realidad si no es desde la complicidad de todos por habitar en los límites de la mentira y traspasarlos una y otra vez.
“Como la mierda de los mundos paralelos”, piensa Cardenillo.