LA FRUSTACIÓN DE VIVIR LA BUROCRACIA
Estoy despierta, como siempre
desde las cuatro y media y a esa hora me meto a la ducha mientras mi marido
prepara el café. Luego, él también se
arregla y se marcha a la oficina.
Hoy tengo teletrabajo y es una
mierda. En lugar de aligerar las tareas, me complica la agenda: la supervisora que
jode a cada rato y yo que, entre rato y rato, voy sacando las tareas de la
casa.
Esto implica esde abrillantar el
piso y guardar todos los tiliches desparramados por la sala, hasta preparar la
comida, limpiar la nevera y poner en las gavetas el cebo para los bichos que,
en estos días calurosos, se multiplican como las ronchas de la varicela.
Así que cuando Juan vuelve, ya
estoy rendida, pero sigo multitareas haciendo la limpieza de los ventanales y mirando
desde lejos una telenovela a la que hace rato perdí el hilo (porque es una
maraña de complicaciones y mala suerte a la que si le pongo atención me va a
matar de un infarto).
Miro a Landrú correr hacia la
puerta emocionado. Ha saltado del sofá y es entonces que descubro la humedad de
la meada. Puta perro que no aprende protocolos, pero es mañoso y simpático y
todo se lo toleramos. Mañana mismo pasaré a comprar un hule protector para que
no se arruine la tapicería. El cañón del llavín gira y adivino desde lejos que
entra mi marido con las patotas sucias por la lluvia y que la sala vuelve a su
estado natural de chiquero sobrepoblado.
Ahora, ¿qué pasa, Fulana, Sutana
o Katana…? Me da igual. Estas novelas turcas quedan debiendo en el guión o en
la traducción. Esa manera de insertar acontecimientos vía pregunta manida es
desesperante, pero ni a patadas diré que estoy harta de ver La aguja en el
ojo, culebrón que ya ha durado año y pico.
Lo malo es que Juan habla como una
lora embarrada de lo que sea. Nada lo detiene y no le importa que yo esté de
nuevo en la cocina mirando el otro televisor y pelando cebollas.
—Sopa de azúcar es el café que me
dieron en la oficina del Kepis. Ralo, tibio y creo que con seis o siete
cucharadas de azúcar.
—Pudiste pedirlo sin nada.
—No me dio chance. Imagináte que
la secre vino con la taza y las galletas sin que nadie le requiriese hacerlo.
—A caballo regalado…— digo yo
mientras pienso que no quiero conversar.
—No creás que se ha portado amable,
no—. Oigo correr el sillón esquinero y adivino que se ha tirado sobre el mismo
como si fuese una marioneta sin cables—. Ése no mueve un dedo si no hay plata. Fui a ver si me ayudaba con la
patente del bar para las fiestas populares, pero dice que hay demasiadas solicitudes
y no puede dar preferencias. Sin embargo, dice que, si le habla al alcalde,
capaz y se porta bien. Tan hijo de puta ahora como antes, cuando era el policía
de Costa del Lodo.
—Vos dijiste que no era policía, sino matón.
—Bueno, pero tenía una gorra azul de las que usan
los capitanes y, en lugar de macana, un trozo de tubo de hierro colado que cargaba
siempre en la mano derecha. Parecía un plomero de ésos que dejan abandonado el
brete para irse a meter a la cantina y volver a la tarde con un supuesto
repuesto que les costó encontrar.
—Bueno, y ¿te dio los permisos?
—¿Qué parte no entendiste? Quiere plata: para él y para su jefe. Así no tiene gracia
porque lo que ganaríamos con cervezas de contrabando se lo dejaría el alcalde
Mairena y este bicho.
Ah, prepárame una manzanilla, por favor. Me
estoy muriendo de náusea.
Entretanto Negligé —algo así se llama la chica
protagonista— saca un frasquito de veneno azul y lo vierte en la bebida de su
marido que aún no llega a casa, pero le ha dicho que en tres minutos ha de llegar.
Para que lo tengamos claro los televidentes de otra lengua, los utileros han
puesto una etiqueta en el frasco con una calavera tipo pirata con el par de
fémures cruzados y el editor ha insertado un flash donde se mira un par de
detectives con gabardina negra, de pie junto a una silueta humana pintada sobre
la sala de un sujeto que ha pasado a otra dimensión por vía asistida.
Vaya estupidez, me digo.
Recuerdo que Costa del Lodo no tiene ni ha
tenido policía antes. Eso ha sido lo que propicia que seres como Kepis —matoncito,
grandulón— se posicionen para abusar de todos y así no tener que buscar
trabajo.
Además, en esos lugares no hay oportunidades.
El asistente del alcalde le lleva doce años a
mi marido. Creo que es contemporáneo del cura Cardenillo, aquel que pagó porque
un tipo le escribiera sus memorias y ni se dio tiempo en verificar lo contado.
Luego lo asesinaron y lo que salió a la luz fue
un libro escabroso que cuenta las mediocridades que lo llevaron a ser párroco urbano
por un par de décadas.
—Tere, ¿me vas a dar la manzanilla? — dice el
baboso desde su lugar de ocio mientras revisa las redes sociales.
—Esperáte. Las cosas no se hacen solas—.
Deberías ayudarme un poco.
—Ahora que me recupere. Lo del café me dejó
intoxicado. Estaba pensando que lo mejor es buscar otro cantón que tenga
fiestas populares para llevar allí el chinamo de cervezas. Quizás allí, por barrio
El Recuerdo.
—Tendrías suerte si no te sale otro Mairena y
otro Kepis. En todas partes, el poder político anda podrido.
—Y vos, ¿qué has hecho? — pregunta mi esposo
con una inflexión de voz que simula ternura.
—Trabajar como loca, qué querés. La rata de la jefa quiere quedar altísimo con
el mandamás y quiere que para el viernes tenga listo el dictamen del contrato.
Yo no creo poder hacerlo porque eso está oscurito. Creo que me voy a
incapacitar por psiquiatría y de ser posible busco otro empleo.
—Comprendo. Si avalás algo sucio, la junta
directiva se lava las manos y cuando vengan las denuncias, te caen encima. Ellos
siempre se cubren mutuamente.
—Ah, por cierto. El presidente del ministerio es primo lejano
de Mairena. Un tipo gordo, feo, cara de idiota, que toca la guitarra —dice él—
y se siente showman. Ahora, para las fiestas de la Independencia, nos dio la
mañana libre para que fuésemos a un acto cívico donde cantó en inglés tres
piecillas: Yesterday y no sé qué más.
Luego, hizo un discurso sobre el futuro de la
justicia social en el país y terminó profiriendo amenazas de altos tonos contra
todos los movimientos sociales: ya no
sabemos a qué intereses representa. La gente se puso como los diablos y le
gritaban de todo —al menos, los estudiantes de secundaria, que tenían menos que
perder—. Pasamos el resto del día encanfinados,
con la presión alta por el desaire del maldito prepotente.
Dice Zavala que habló con la encargada de
prensa para ver qué se traía entre manos el maldito Joel. Le respondió doña
Narda que así era él: que seguramente se estaba cagando y los conserjes tenían
todos los baños con llave. Que lo disculpen, dice la periodista, porque él no
sabe expresar las cosas.
Y claro, vuelvo a la sala con la manzanilla ya
con su taza y platito, pero Juan está hibernado desparramado y con la cabeza
hacia atrás, mientras una baba le resbala por la comisura izquierda de la boca.
Y yo, de bruta, estoy casi segura que me he
perdido la muerte de Murat, el esposo de la Negli, que es una escena que bien
puede durar quince minutos porque tienen esa manía del suspenso y de hacer primer
plano de todos los rostros angustiados y secuenciar hasta los menores detalles
para sostener a la persona con las palomitas detenidas a medio camino del frasco
a la boca porque, cuando menos lo esperamos, el difunto resucita más rápido que
despertar al Juan.