Capítulo de cuarta novela del ciclo Malanga.
(aún sin nombre)
LA CAÍDA EN DESGRACIA DE UN DULCE PERSONAJE
—Recuerdo, don Rolando, que ese día llegué primero al taller. Eran casi las siete de la mañana y el galerón tenía las luces apagadas, pero el portón ligeramente abierto. Los olores eran los de siempre: aceite, químicos, combustible y nada, absolutamente nada, se escuchaba.
Lo digo porque a esa hora, don Miguelón acostumbraba escuchar los programas deportivos que hacen síntesis del fin de semana. Era lunes y la tarde anterior, un fanático del Yuyo le disparó cuatro tiros al defensa Salinas, pero éste no se murió. Es que todos lo culpan de no haber logrado el ascenso cuando en la final anterior, el tipo se torció el tobillo sobre una piedrilla de la cancha y el delantero quedó solito frente al portero y chau: 0-1.
Y, sin embargo, don Miguelón no aparecía en ninguna parte. Me moví a oscuras entre los carros y cómo pude iba alcanzando los apagadores para ir iluminando el salón. Entonces, decidí probar en los cubículos del fondo, donde está la puerta negra.
Cuando encendí la luz, al primer golpe de vista lo encontré. Amarrado, de espaldas, con un par de balas en la nuca, el rostro vuelto hacia la derecha y los ojos abiertos. Andaba una camiseta del equipo de la comunidad, cuyos colorados nadaban en rojo oscuro. Porque la sangre había secado un poco…
Digamos, por parches.
Pero aquello olía a sangre y no a kétchup. Yo me quedé estático durante unos minutos, no sé cuántos. Puedo decir que el viejo era bueno conmigo y el incidente me había roto de una sola vez.
¿Qué si toqué algo? No, no. Todavía estaba catatónico cuando llegó don Fidel. Venía de dejar su lonchera en la cocina y me tocó el hombro. Yo lo dejé pasar, pero él se limitó a asomar la cabeza, hacer una mueca y salir de la habitación.
Dicen que la policía tardó en llegar ocho minutos, luego de que mi compañero llamase al 911. Eso no importa porque yo no toqué nada.
No toqué nada, abogado. Mis huellas están acá porque hace rato trabajo en estas habitaciones con los repuestos.
¿Quién más tiene llave? Yo no me preocuparía por eso. El finado nunca ponía candado y siempre andaba por acá. Sin embargo, está el tonto ése del vecindario, que antes se cruzaba el taller para ir de la casa de su esposa a la de su amante. No obstante, es historia vieja porque la doña lo mandó a volar y optó por meterse a la casa de repuesto.
No ha vuelto.
Y no van a volver las oportunidades para mí si no me saca de acá, ¿entiende? No es lo mismo la teatralización de la violencia que la violencia misma. Esto no estaba en los planes del novelista.
Yo, como actor, estoy empezando pero mi papel de Luisillo tenía enamorado al público. Los tenía comiendo en mi mano, ¿ve?
Todo esto me lo dijo Rafa Barrantes en un tirón, mientras tomábamos un café en la comisaría donde lo habían llevado. Yo estaba aturdido por tanto dato y no me sentía con capacidad de atar cabos sueltos.
—¿Por qué me dice Rolando? Usted me conoce de hace rato. Fui profesor suyo en la facultad, ¿me recuerda?
—Perdone, don Rodrigo. No termino de digerir todo esto y no entiendo donde se mezclaron los mundos, pero siento que los crímenes de la novela que representamos también son reales. Y usted es tan real como Rolando y yo lo soy como Luis. Hay una escala de significantes que descubrir y además, nunca pensé que a mis diecisiete años me viese enredado en un crimen.
—Barrantes, usted tiene veinticinco.
—Sí, pero Luis 17. El papel me lo dieron porque soy un comeaños.
—Cosa banal. La cosa es que las huellas de Luis y de Rafael Barrantes son las mismas. Son las que están en todas partes en la escena del crimen porque usted hacía su representación de individuo en ese sitio. Eso lo hace el primer sospechoso.
—¿Se da cuenta? Usted no es sólo Rodrigo. Me acaba de hablar como abogado. Uno termina por interiorizar el personaje. Es eso de las posesiones…
—Córtela, mi amigo. Yo no puedo defenderlo. No existo en este metarrelato como abogado; no estoy colegiado. Le voy a socorrer sus necesidades inmediatas: le traeré ropa, galletas, lecturas y pediré a algún picapleitos que lo defienda. Espero que tenga recursos.
—No joda. Usted sabe que nuestro oficio es de milagros. Uno vive cómo puede y al día.
—Todos estamos con usted, paciencia. Menos el novelista: ese desgraciado habla pestes de Rafa Barrantes.
¿Usted le hizo algo?
No me contesta, yo me quedo viendo el fondo desolador de este penal adonde traen a los indiciados en espera de dictar la prisión preventiva. Y siento que la atmósfera es húmeda y sofocante y que el clima social ha de ser una absoluta peste.
Y me incorporo y me voy sin decir nada y mientras camino sobrepongo a la imagen de Rafa Barrantes, la estampa inocente de Luisillo desde niño hasta adolescente (hubo tres intérpretes para el papel) y siento que el destino es traicionero y que es cierto lo que dice este maldito novelista que la historia se escribe sobre la marcha sin que cuente en nada quiénes son las víctimas y quiénes los abusones porque sencillamente los acontecimientos carecen de toda subjetividad.
Son, crudamente, hechos. Luego vienen las percepciones a juzgar y a castigar desde el costal de los imaginarios que arrastramos como experiencia, mejor conocidos como prejuicios.
Y podemos no saber nada de lo acontecido, pero sabemos condenar.